Prosa completa. Pizarnik


Pizarnik, Alejandra. Prosa completa. Buenos Aires: Lumen, 2001.

Por Laura Acero Polanía


La escritora es como la niña que se busca en el jardín que son las palabras, que tiene prohibida la entrada, por cierto –ella bien trabajó y explicó la relación que la Alicia de Carroll tiene con su escritura–. La frase, “sólo vine a ver el jardín”, es una de las que más le obsesiona: “Para Alice y para mí, el jardín sería el lugar de la cita o, dicho con las palabras de Mircea Eliade, el centro del mundo (…) del recuerdo-sueño, perdido en un más allá del pasado verdadero.” Alejandra tiene miedo y juega a subvertir las lilas del recuerdo y convertirlas en olvido, apenas nombrado. Leer su prosa es entrar en la violencia escrita con primoroso cuidado. A veces, he de reconocer que me gusta más su prosa que su poesía, aunque en las dos habita la reflexión sobre la palabra que me cautivó desde que comencé a leerla.

Alejandra-mujer-artista es capaz de la sencillez y la claridad, es contundente en sus críticas, en sus ensayos y artículos, posee un conocimiento literario enorme y lo traduce con un dominio de la palabra que le hace el contrapeso a la queja por su imposibilidad que se traduce tantas veces en su poesía. Los lugares de la ausencia, el barco, el puerto, el “algo”, en su prosa se convierten en palabras capaces, poseedoras de una clarividencia mayor.

Luego, la escritora golpea, también, con prosas creativas en las que las imágenes son inagotables y agotadoras para el lector en cierto sentido, en las que juega con el absurdo, y en las que también se perciben los ecos de su diario íntimo, pero trabajados al extremo: crudeza deliciosa, provocación pura, belleza de encarnar –carne, cuerpo, sensación– sus lecturas, y así recrear, rehacer. La identificación. Subjetividad plena en la que el lector se identifica. Lugares pizarnikianos que aparecen y desaparecen, vuelven, regresan y juegan al intertexto, imágenes superpuestas que son los niños, la noche, el puerto, que nunca son marcadas como algo indefinido. No se trata de una niña, es la niña, ella. Los poseídos, no es una lila, es la lila, ella en todos lados, amando, llorando, desesperando, analizando, atacando, vengando.

La escritura de Pizárnik vuelve sobre el conflicto de cómo nombrarse para luego aproximarse a otro problema: ¿Qué puede el nombre, la palabra? “…me oculto del lenguaje dentro del lenguaje. Cuando algo –incluso la nada– tiene un nombre, parece menos hostil. Sin embargo, existe en mí una sospecha de que lo esencial es indecible”, dice en alguna de sus prosas. A partir de esta sospecha, que es, podría decirse, el manifiesto de la obra pizarnikiana, ese problema de la incomunicación, esa certeza de lo mentiroso del lenguaje –por lo menos si se busca para nombrar la esencia– es que surge la postura de transgresión que permite entender, en ella, el lenguaje como juego.

La niña que juega con la escritura, en su poesía desespera porque el lenguaje no le alcanza y en su prosa, no obstante, hace con él lo que le viene en gana, lo domina, en su teatro las palabras se dislocan, Beckett, Ionesco tantas veces, como revocación de los sentidos de las palabras, diversión que termina doliendo, criticando, oponiéndose. Conocer el volcánvelorio de una lengua equivale a ponerla en erección, o más exactamente, en erupción. La lengua revela lo que el corazón ignora, lo que el culo esconde. El vicariolabio traiciona las sobras interiores de los dulces decidores –dijo el Dr. Flor de Edipo Chú.

Pizárnik tiene una gran capacidad de insertar en su prosa referencias palimpsésticas de numerosos autores; vemos en su escritura a Shakespeare, Yeats, Cortázar, el Maldoror de Lautreamont, Freud, Kafka, Ionesco, y a otros miles de escritores que leyó y con quienes sin duda conversó en su obra. Sin embargo, una de las perífrasis más interesantes es la de Carroll, sobre todo porque comprende dos aspectos distintos a lo hecho por el autor: por un lado, la reflexión que podríamos denominar «temática» del ser, de la existencia y el nombre de Alice, y, por otra parte, la adopción «estilística» del absurdo en textos como los de "La Bucanera de Pernambuco" o "Hilda la polígrafa", donde las transgresiones lingüísticas alteran el sentido de todo lo dicho, a la manera del retorcido poema «Jabberwocky» –en español «Galimatazo»–, aparecido en Alicia a través del espejo y que le ganó gran fama a Carroll.

La niña también juega con la muerte y con el silencio. Por ello, la duda, al leer la prosa pizarnikiana, es inevitable. Alejandra sabe que las palabras desestabilizan y que lo que dice hace al lector dudar, temer, complacerse y escandalizarse al mismo tiempo… El lector es como Alicia en un país donde todos condenan y silencian, donde el sujeto se pierde y la infancia juega con la muerte… El lector, con ella, busca la manera de hacerse al jardín, donde se subvierten los sentidos y se pueden sentar a tomar el té. Y esto ocurre así porque en la escritura no se es. En ella se nombra todo lo que no se es y, a veces, se nombra tanto que se teme no ser nada. Se trata de amor y ausencias, por eso para Pizarnik toda palabra nombra una ausencia que, expresada, se hace tangible, pero no desaparece, sólo es traída a un primer plano. El problema de la vida y la escritura permea toda su obra. La experiencia que se hace letra y por tanto no es eso sino otra cosa, pero ya no importa, no tiene por qué serlo.

Alejandra que afirma y luego da un viro hacia la inestabilidad, desmorona las palabras y dice: el lenguaje es otra cosa. Silencio. “Te escribo para no nombrarte jamás”, pareciera decirnos… Ella y el discurso de la ausencia. La escritura, las palabras salvan o condenan. Ella lucha.

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