Una novela, un país


Ángel, Albalucía. Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón. Bogotá: Instituto colombiano de cultura, 1975. 396 pág.

Por Laura Martínez


¿Cuál es el límite entre la literatura y el panfleto? ¿Hablar de realidad social, cuestionar y reescribir la historia, es necesariamente comprometerse? ¿En un país como Colombia, es posible no comprometerse? Este tipo de preguntas se cuelan constantemente en nuestra lectura, sobre todo si se trata de una novela como la de Albalucía Ángel, de un país como el nuestro, de una historia dolorosa, de un conflicto social y armado... de una mujer que lo vive.

Para la construcción personal hay hechos y situaciones determinantes, hay condiciones tanto materiales como históricas que definen necesariamente la forma como nos desenvolvemos en el mundo, como lo miramos; quienes nos rodean, cómo se relacionan con nosotras, qué espacio habitamos, qué educación recibimos, quiénes la imparten, cómo se nos permite intervenir o no en el mundo, si se nos niega la palabra, etc; nuestra perspectiva se va transformando de acuerdo con las relaciones que tejemos, los nuevos espacios, las experiencias vividas, los afectos. Y cada una de estas preocupaciones se manifiesta en nuestra historia vital, la de cada una. ¿Cómo contarla? ¿A quién darle voz? ¿Por qué hacerlo?

Dentro de la narración de Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón las voces se van intercalando, se oyen las de quienes probablemente nunca habían sido escuchados (criadas, mujeres, militantes, etc), y las voces oficiales (periódicos, dirigentes políticos), están presentes las narraciones personales (los descubrimiento sexuales, los amores, las preocupaciones sociales y la niñez) y las narraciones históricas, construyendo entonces una manera de contar que implique complejizar las realidades, entenderlas como reflejo de las miradas que se ponen sobre ellas, evocar al sujeto en las versiones posibles, recordarnos que es precisamente éste el que define el lente a través del cual nos transmite la realidad.

Pero si las voces son heterogéneas lo son también las formas narrativas; las incursiones en la novela experimental, la fragmentación del texto, las voces que se entrecruzan, los tiempos no lineales, son la proyección de una nueva forma de construcción de la narración, no solamente en cuanto a lo escrito se refiere sino también a la Historia, a las crónicas, a la oralidad, a la realidad.

Y la realidad de un país como el nuestro podría plasmarse en una novela que no se aleje de hechos que han marcado el rumbo de nuestra historia política, que pueda mostrar nuestras severas contradicciones y decidirse a contar la tensión constante entre unas y otras clases, que no invisibilice la decisión de las personas que hacen parte de la insurgencia, ni deje de contarnos del padre Camilo, de asesinatos macabros, de torturas y afectos, de apuestas en este contexto.

Una novela que al menos reconozca que han existido historias no contadas, que las versiones oficiales han dejado por fuera las otras voces y que hablar del país no es una opción sino una responsabilidad vital; una novela que toque las fibras de la piel, que nos recuerde la necesidad de sentir como nuestras cada una de las historias, de sabernos parte, es una novela que vale la pena leer, no solamente por lo iluminadora que pueda sernos en nuestra ubicación en el mundo sino porque permite que proyectemos en ella las angustias, los cuestionamientos y los miedos que nos recorren en las noches cuando nos vemos reflejadas en sus páginas.

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