Buscar el dolor
Kawakami,
Hiromi. (2011). Abandonarse a la pasión. Barcelona:
Acantilado, 123 págs.
Por: Alejandra Parra
Estos “ocho relatos de amor y desamor” invitan a ser leídos de
una sola sentada. Son independientes entre ellos, pero en su conjunto
mantienen una tensión que atrapa, se enreda en el lector y hace que
este se pregunte hasta dónde irán los límites de sus personajes en
cada nueva historia. Al hablar del amor, Kawakami deja totalmente de
lado la cursilería y explora el erotismo sin asomo de vulgaridad. El
momento presente se entrelaza de manera inesperada con pasados
borrosos y recuerdos traumáticos para mostrar el alcance y la
potencia con que el amor somete a sus protagonistas.
femme
fatal, símbolos eróticos de otros tiempos. Tampoco se trata de
estereotipos de pureza e inocencia conducidos a un mundo de goce
desenfrenado y perverso para satisfacer un morbo un poco más
convencional. En varios casos, como en “Pobrecita”, la sumisión
significa felicidad: “el dolor me relaja”. La narradora de “El
insecto dios” se extasía en una vida de goce: “No actuaba para
satisfacerlo sino por puro egoísmo, buscando mi propio placer”.
Esta actitud poco a poco se convierte en un amor igual de intenso,
que teme que desaparezca a cada instante. Del silencio y la pasividad
de la protagonista de “El canto de la tortuga” resultan
encuentros sexuales violentos con los que su compañero parecería
querer devolverla a la realidad, sacarla del letargo en que se hunde
cada vez más a menudo:
Uno de los aspectos más envolventes y poderosos de los relatos es el
dolor. El sufrimiento en boca de las narradoras es inesperadamente
atractivo, pues no le huyen e incluso muchas veces lo disfrutan. Son
humilladas, maltratadas, ignoradas, incomprendidas o están sumamente
confundidas. Las mujeres que presenta Kawakami están atrapadas por
voluntad propia o, más bien, enajenadas por el mundo de pasión que
han creado con sus compañeros. El libro está plagado de dolor
físico y emocional. Simultáneamente, el lector explora el universo
de la pasión a través de mujeres contenidas, muchas veces sumisas,
no desde la perspectiva de la jovencita rebelde o de la
-¿Ya vuelves a estar igual? – me decía. Entonces por fin me daba
cuenta de que había vuelto a pasar el día de aquella forma
[tumbada en el tatami sin moverme, sin leer, sin trabajar, sin comer,
dejando pasar el día con la mirada extraviada], pero Yukio no me lo
reprochaba. Me arrastraba de un tirón hasta el futón que yo no
había guardado y me hacía el amor brutalmente. Cuando me hacía el
amor así, me sentía como si estuviéramos en paz. Yukio me
maltrataba. Cuando terminaba, yo me metía en la cocina como si nada
hubiera pasado y preparaba la cena. Impasible, le preguntaba cómo le
había ido el día, y él me contaba tranquilamente que un compañero
llamado Ota había tenido un accidente. Así, el día que yo había
pasado de aquella forma quedaba recogido y guardado en algún
lugar. Así pasaron tres años. (41)
La constancia en la lectura es premiada con la sorpresa de descubrir
todo tipo de amores y afectos, que contrastan entre sí y permiten al
lector recobrar su aliento, al menos por unas líneas. El amor en
estos relatos puede provenir también de sentimientos de seguridad y
protección; fruto de una intimidad nacida de conversaciones en las
que las experiencias más terribles, como la violación en “El pavo
real,” son recibidas casi con desenfado, o producto de una
cotidianidad construida a través de los siglos como los amantes
eternos de “Avdiya”. Estos amantes centenarios casi han olvidado
el sexo y el placer pero deben su inmortalidad a la pasión que
alguna vez existió entre ellos: “Ambos nos habíamos convertido en
seres inmortales. Estas cosas suelen suceder por motivos pasionales,
fatídicos u obsesivos, pero la verdad es que, después de más de
quinientos años, apenas me acuerdo. Solo sé que, como criaturas
inmortales, estamos condenados a vivir juntos eternamente” (110).
Los personajes de Kawakami son personas comunes, infieles, mujeres
jóvenes y maduras, hombres de dedos regordetes, compañeros de
oficina y desconocidos que se vuelven inseparables. El amor que nace
entre ellos, el ansia de estar juntos, no es un objetivo claro que
rige todas sus acciones para poder ser alcanzado. Es un estado que
nubla el juicio, desencadena ideas contradictorias e inhabilita la
toma de decisiones casi por completo. A menudo las narradoras dicen
que quieren hacer algo pero se paralizan, quieren decir algo,
protestar, pero no pronuncian las palabras. Incluso quisieran cambiar
su situación pero su mente ya no les permite imaginar algo distinto.
La mujer de “Pobrecita” trata de recordar si los demás hombres
con los que ha estado también le hacían daño como Nakazawa, sin
embargo, ya no puede, su memoria no quiere recordar: “Era incapaz
de recordar los momentos que habíamos compartido hasta entonces. Me
daba la sensación de que todo a mi alrededor era blanco, de que el
cielo y la tierra habían desaparecido y Nakazawa, que estaba a mi
lado, estaba a punto de salir volando (…) Lo abracé tan fuerte que
apenas podía caminar. Tenía miedo, y no pensaba soltarlo.
Pobrecita. ‘Todos somos dignos de compasión’, dije, repitiendo
sus palabras. Aunque hubiera oscurecido, el parque de atracciones
siempre estaba iluminado” (62).
El punto de vista femenino de las narraciones destaca el
infranqueable abismo entre los inseparables amantes. No podemos saber
hasta qué punto son o no correspondidas estas mujeres en sus
afectos, puesto que nunca sabemos qué piensan sus compañeros. Sin
embargo, la imposibilidad de comunicación que relatan las narradoras
indica que en medio de su amor, hay mucha soledad. Los hombres de
estas historias deciden y ellas los siguen muchas veces sin entender
por qué. Lo que quieren es conocerlos un poco más, que las conozcan
un poco mejor, pero no lo logran. Otras veces parece no importar,
puesto que están juntos. Cada relato termina con un cierto sabor a
derrota, aunque a veces mezclado con esperanza. Esto se puede
apreciar en el pasaje final, recién citado, de “Pobrecita”, pero
también en la sonrisa sin brillo que suscita la escena final del
primer cuento del libro, “Lluvia fina”:
–¿Te encuentras bien Sakura? –me preguntó Mezaki.
–¿Sigues ahí? –Era su voz.
– Sí, estoy aquí. Sigo aquí.– En cuanto la orina empezó a
salir, salió toda de golpe. El chorro caía encima de las hojas y
las mojaba como la lluvia. Cerré los ojos y vacié la vejiga.
– Te echo de menos –dijo la voz de Mezaki.
–Yo también te echo de menos, incluso ahora.
El azul oscuro del cielo se había aclarado un poco más. La lluvia
seguía cayendo. Ni más rápida, ni más lenta” (20).
El lector entiende sonriente a cuál lluvia se refiere el título del
cuento, pero esto solo cubre con la falta de respuestas ese encuentro
torpe, cariñoso y lleno de tristezas no dichas y pequeños
desencuentros en que consiste la cita (y la anécdota principal del
cuento) entre Mesaki y Sakura. Algo ligero y trivial en la superficie
señala como sin querer las contrariedades internas de los
personajes.
El interrogante del final del cuento se traslada entonces a la
descripción del afuera (así termina “Avidya”, el último cuento
del libro: “Estaba oscuro y no se veía nada. Ni los cisnes, ni la
superficie del agua, ni nada” (121). Y ocurre de este modo porque
cada historia pretende ilustrar a su manera las contradicciones que
encierra el amor. Más aún, la perspectiva de cada narradora permite
que el lector descubra que en sus intentos por acercarse a sus
amantes siempre están tratando de huir de sí mismas, de “sumergirse
en un mar de pasión” que las aparte de su propio mundo interior, y
le dan a entender que el sufrimiento es necesario para encontrar
aunque sea por un momento esa salida, sintiendo únicamente dolor.
Digamos, para terminar, que esa es la sensación final del relato que
da título a la colección de cuentos. Confluyen en este pasaje esa
afinidad trazada por Kawakami entre amor y dolor (o sustitución del
uno por el otro), el misterio y la trivialidad con la que se revisten
las motivaciones de los personajes, incluso para ellos mismos, y la
incomunicación que, paradójicamente, los acerca:
‘Seguiré huyendo a tu lado para siempre, Mori’
Esto no se lo dije, solo lo abracé. Mori lloraba como un niño
pequeño. Yo no lloraba, pero pensaba en mis castañuelas rojas y
azules. La habitación temblaba cada diez minutos. El cuerpo de Mori
desprendía calor. Mientras pensaba en las castañuelas, luchaba con
todas mis fuerzas para no quedarme dormida de nuevo. Mori había
dejado de llorar y volvía a tararear de forma intermitente la misma
canción de antes. Acurrucada a su lado, me di cuenta con una extraña
sensación de que apenas sabía dónde estábamos. (33)
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