Reseña de La naturaleza seguía propagándose en la oscuridad

Por: Sebastian Gómez Ángel


Colecciono miniaturas. Disfruto la atención al detalle de escenas plasmadas en espacios ínfimos. El tamaño de mis miniaturas no llega a superar la palma de mi mano y son piezas de extremo cuidado tanto en su realización como en su conservación. Por ello, tiendo a ubicar las miniaturas en lugares como estanterías o cajones, pues son objetos que, al ser instalados como un cuadro de gran tamaño en una pared, probablemente quedan condenados a cualquier imprevisto que conlleve su pérdida. El conservarlas en cajones, no solo me ayuda a salvaguardarlas, sino que la acción misma de abrir y cerrar cajones para observarlas me brinda una experiencia de develación de su intimidad representada en escenas ínfimas. De un modo similar, me pasa que cuando leo un libro de cuentos, cada nueva historia supone la develación de una nueva miniatura. A medida que paso las paginas de un cuento, logro abrir un poco más el cajón con el fin de develar la miniatura allí compuesta y conservada con delicadeza.

En 2018, la escritora Andrea Mejía publicó La naturaleza seguía propagándose en la oscuridad bajo el sello editorial Tusquets. Este libro de cuentos es su presentación al mundo literario y con el cual logra hacerse un lugar en él, más allá del papel crítico que ha desempeñado como docente y columnista desde una formación académica en los campos de la literatura y la filosofía. Mejía nos brinda una develación de miniaturas marcada por los detalles y la sutileza para ahondar en la sensibilidad humana. En particular, su estilo de escritura me recuerda a Yasunari Kawabata, referente de la literatura japonesa con novelas como País de nieve o Lo bello y lo triste. Kawabata tiene una escritura marcada por los «silencios»: una ausencia de palabras que va quedando en los personajes como un rastro de reflexión desde la mera observación. La lectura de estos silencios en la escritura de Mejía me produjo una revelación y liberación sobre el exceso de ruido en el que vivo, me desprendí de una carga de pensamientos agobiantes y me dispuso a la reflexión. Así, abrí y cerré estos cajones, en donde observé las miniaturas reveladas de manera contemplativa, haciendo a su vez que mi mirada no se quisiera apartar o, más bien, haciendo que quisiera volver una y otra vez a las frases cortas que configuran cada cuento.


Este libro está compuesto por diez historias donde aquella idea del cuento de mediados del siglo XX con giros inesperados es cautivadoramente inexistente. Mejía más que asombrarme por el giro, me atrapó con los silencios y la contemplación en sus historias. Diez cuentos, diez mujeres que se ubican en encierros muy distintos, pero que para encontrar la salida se propagan como una sola a lo largo de todo el libro. Empecé con “El pez más pálido de todos” donde conocí a una niña que pasa sus días en casa ensimismada en el acuario y cuyo padre la sorprende con un pez en las manos. Una historia que con su narración corta y presencia de silencios me llevó de la mano por ciertos detalles que sometieron mi atención, hasta la contemplación del pez que cae de nuevo al acuario para reposar en las rocas. Acompañé a una joven de vacaciones en el cráter de un volcán, a una madre trastocada por la lectura del diario de su hija, y a una mujer puesta en la incomodidad del compartir con su exesposo. Así, llegué al final a “Júpiter”, en donde me despedí de una mujer adulta dedicada a la escritura que termina por consolar a su pareja por la pérdida de su perro, un cuento que me invitó a acompañar los pensamientos de su protagonista y, a la vez, me provocó algunas lágrimas, pues no en vano, siempre se llora cuando se dejan los lugares en los que se ha sido feliz.


La propagación de estas mujeres como una sola tiene como punto de partida que, en cada historia, cada una de ellas afronta disputas particulares. Se trata de irrupciones dadas mediante actos de transgresión tales como aquella madre que se arrepiente de haber leído el diario de su hija en el cuento “Entierro”, o la niña que decide correr a casa de sus abuelos para librarse de la pelea de sus padres en “Zorros salvajes”. Se podría pensar que tales transgresiones o encierros terminan con final abierto, pero a mi parecer terminan en el momento justo, aquel en el que el personaje, e incluso quien lee los cuentos, decide negarse a ver la violencia que lo rodea, con la mera intención de dedicarse a apreciar la belleza retratada en simultáneo. Y es que la lectura de estos retratos se disfruta con el uso de frases cortas y un lenguaje sencillo, aspecto que se agradece, pues con sus diez cuentos me brindó un acercamiento placentero a la lectura a través de un lenguaje despojado de ornamentos y con miras a la contemplación constante.


Ahora bien, en cuanto a elementos técnicos que encontré en la lectura, debo mencionar “La quema”. Allí seguí a un grupo de niños preocupados por la salud de su becerrito en una atmósfera en que la naturaleza del llano se propaga con vacas, serpientes, murciélagos, plagas, gusanos, arañas y ratones; todo para terminar todo con los gritos de dolor del becerrito. Lo que destacó de este cuento es su narración en primera persona del plural, un nosotros que me atrajo por su carácter experimental con una narración corta que va de la mano de una multiplicidad de personajes. Mas a su vez, no mencionar “Casi cero” sería un total desacierto. Resulta ser mi cuento favorito de la colección y del que resalto la sutileza para presentar una interrogación capaz de dejarme con una sensación poco acostumbrada: el reconocimiento de una pregunta como un acto de interrogación a la vida misma. Para entender esto es preciso mencionar que el cuento me dejó conocer el despertar de una mujer al lado de un hombre luego de una noche de relaciones, la mujer termina despidiéndose con un beso apresurado, toma un carro y se encuentra con la pregunta del taxista: ¿a dónde vamos? En este punto, me atrevería a decir que con la lectura de este libro se produce la sensación absoluta de contemplar una cotidianidad como un aspecto significativo de la vida, una sensación en la que no encontré una introspección forzada, sino la oportunidad de contemplar sentires peculiares de manera equilibrada.

La clave del libro se ubica en que Andrea Mejía escribe con el corazón al fijar su atención en los detalles, logra una sincronía entre la atmósfera natural y la interioridad emocional. Los paisajes retratados en estas diez miniaturas no son para cerrar el cajón y obviar sus detalles sin más, sino que son para construir en cada frase una mirada contemplativa a la condición humana por medio de una escritura sensitiva, tal rasgo termina por dar cuenta de aquellas emociones subjetivas que con empeño buscamos comprender. Con esta lectura, lo subjetivo se vuelve objetivo, llegando al punto de propagar las emociones retratadas en la oscuridad de nuestros pensamientos, tal cual como la naturaleza misma. Les invito a leer este libro con el que se despojarán del ruido que como seres humanos naturalmente cargamos, mas no por ello debemos privarnos de los silencios y el placer de abrir y cerrar cajones para contemplar estas miniaturas. 


Mejía, A. La naturaleza seguía propagándose en la oscuridad. Colombia: Editorial Tusquets. 2018. 104 páginas.


Sobre Sebastián Gómez Ángel: Bogotá, 1999. Licenciado en Español y Filología Clásica, estudiante de Estudios Literarios de la Universidad Nacional de Colombia. Su afición por la música lo ha llevado por las cuerdas de la guitarra y el ukulele, las llaves y boquilla del clarinete; mas recientemente, las teclas del piano. Disfruta de las salidas a los cerros y altos en bicicleta, patinar esporádicamente y pasarse los fines de semana en teatro por el centro de la ciudad. Enfocado en temáticas referentes a procesos editoriales, divulgación de contenidos artísticos, museos y artes vivas. Contacto: seagomezan@unal.edu.co

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