Reseña Sueños de Raspachín

 Por: Juan Sebastian Porras Pérez


El libro destacaba en el estante. Me llamó la atención su tamaño y la ilustración de la portada: un panteón barroco de colores pastel, y en el medio, una mujer flotando entre sedas sobre un fondo negro. En la parte superior, en letras doradas, Sueños de Raspachín. Hasta ese momento no había visto escrita la palabra “raspachín”, y hacía años que no la escuchaba. Inmediatamente me acordé de Dina Luz, una joven que llegó desde Arauca hasta Bucaramanga a trabajar como empleada doméstica en mi casa cuando yo era preadolescente. Dina fue raspachina muchas veces en Matecaña, su vereda, que estaba controlada por alguna guerrilla cuyo nombre nunca quiso mencionar. En la Matecaña de ese entonces, raspar el arbusto de coca, más que un oficio, era un castigo impuesto por violar las reglas del dirigente de turno en la zona. Dina me contaba sobre largas caminatas a la madrugada para llegar a las plantaciones, sobre jornadas de trabajo eternas y sobre los cortes en sus manos, resultado del rápido barrido de sus dedos envueltos en tela sobre los tallos. Dina es la única raspachina que he conocido, cuando leí el título del libro, la imaginé soñando. 


Aún en la librería abrí, expectante, páginas aleatorias. Encontré relatos cortos, la mayoría ocupaban una o dos páginas. De alguna manera, lo que encontré en el libro era y no era lo que esperaba de él. El título me prometió historias parecidas a las de Dina Luz. Esa promesa fue cumplida. Pero la presentación del libro: sus ilustraciones, que son collages de reyes y guerreros persas blandiendo espadas y cabalgando sobre fuego, mezclados con imaginería rococó; la manera de pasar las páginas, contraria a la que acostumbramos en occidente; las letras árabes debajo de los títulos y las citas al final de cada relato me extrañaron, situaron a los personajes familiares en paisajes que los hacían parecer lejanos. Tal superposición de mundos, pensé, no podía ser gratuita; en ese momento necesitaba algún tipo de mapa, real o imaginario, que me permitiera situarme y situar a esas historias tan colombianas, con aires tan orientales, en algún lugar. Devolví las páginas de derecha a izquierda en búsqueda de alguna explicación, y encontré que antes de comenzar los relatos, el autor, Matías Godoy, me llevó al Líbano, tierra donde un raspachín leyó un libro antiguo, se durmió y soñó con los relatos que yo tenía en las manos. Es en el Líbano, Tolima, y en el Líbano, el antiguo país del occidente asiático, donde ocurren estas historias. Matías rescata la costumbre que tenemos en Colombia de copiar los nombres de otras regiones del mundo para nombrar las propias, y con este artificio propone un lugar entre continentes, una región de la tierra en la que estos relatos son posibles. De esta manera, crea una atmósfera fantástica en la que el poder conjuntivo y mágico del “y” es la piedra de toque. Los personajes hacen parte de la fauna humana colombiana, pero la presentación del libro hace evidente que las historias provienen de algún lugar lejano, ajeno a Colombia. 


En esas primeras búsquedas leí “Los poetas”. En esta historia, Diomedes Díaz quiere explicarle a Rafael Orozco por qué mereció ir al cielo, y lo hace aludiendo a algunos versos de una de sus canciones, Mi muchacho. Al leer esa parte, mi cabeza organizó las palabras de la canción y las dotó de su ritmo y cadencia propias casi mecánicamente. No pude pasar por esas líneas como si nada, como si esa letra no removiera memorias profundas. La gente dice que en Bucaramanga se escucha más vallenato que en la costa, y aunque no puedo confirmar el dato, puedo afirmar que fue mucho, muchísimo el vallenato que escuché creciendo. Las voces de Diomedes y de Rafael flotaban por mi casa desde que recuerdo; el ritmo de esa canción está soldado en mi memoria. Matías toma elementos que hacen aparecer memorias ligadas a la manera particular en la que hemos vivido en Colombia: con la letra de una canción, con el nombre de un cantante, político o dirigente famoso, trae a colación un entramado de significaciones e imaginarios que pertenecen al mundo colombiano y al diario vivir en este país. 

Otro de los primeros hallazgos fue “El campesino y la cocada”. En este relato, Pablo Escobar, en una cena en su finca, amenaza de muerte a un campesino que quiere comerse una de sus cocadas. El campesino termina por aceptar el precio del postre, y se lo come; frente a lo que Pablo Escobar y sus amigos se echan a reír. Lo sorpresivo del relato es que Pablo Escobar no asesinó al campesino después de que este lo desafiara. Pero el punto que más me llamó la atención fue mi propia convicción de que Escobar tenía el poder de conceder vida y muerte a diestra y siniestra, como si de un sultán medieval se tratase. Ese elemento no mencionado, sobreentendido en la historia fue, como en la mayoría de los relatos, la parte más punzante; hizo las veces de espejo en el que vi cuestionada mi manera particular de leer el mundo.


En esta historia sobre mi primer acercamiento al libro sigue la compra; y después, la lectura del resto de relatos. Cuento la lectura del resto del libro como un solo suceso, ya que no sobrevivió la noche sin contarme todas sus historias. La prosa breve y certera de Matías hace que la lectura sea amena. Sueños de Raspachín es, además, un libro muy bello visualmente. El proyecto para su creación fue ganador de la Beca para proyectos editoriales independientes en artes plásticas del 2018, y el libro fue publicado en abril del 2019. Es una creación de la editorial Salvaje que apostó a un libro con relatos tan cuidadosamente construidos como las imágenes y el diseño que los acompañan. El formato del libro recuerda a una revista, grande, delgado y con los bordes dorados e ilustraciones de colores vivos en cada página y en las solapas. 


Con las relecturas llegaron gradualmente un par de reflexiones sobre Dina Luz, con las que me gustaría culminar. Recuerdo a Dina sobre todo como una contadora de historias. Pensar en ella después de leer este libro me ha hecho reconocer que en medio de una vida pequeño burguesa, sus historias me sonaban de algún modo lejanas, aunque ella fuera la protagonista. Dina me hablaba de un país que no me ha tocado vivir directamente; me hablaba en primera persona de historias que yo solo he llegado a conocer por diferido. Pienso en cómo relataría ella su propia vida ahora: su salida del campo, su perspectiva de llegar a trabajar en la casa de una familia desconocida, el retorno a su vereda, y lo que siguió en su vida hasta la actualidad. No puedo evitar pensar en que sus historias, su historia, podrían ocupar alguno de los sueños de aquél raspachín del Líbano.

 

Godoy, M. (2019). Sueños de Raspachín. 59 páginas. Bogotá, Colombia: Editorial Salvaje.

Sobre Juan Sebastian Porras Pérez: Bucaramanga, 1999. Estudiante de último semestre de Filosofía en la Universidad Nacional de Colombia. Su línea de estudio durante la carrera ha sido la intersección entre filosofía y arte. Su interés artístico está, por el momento, centrado en la literatura y la escritura creativa. Es asistente editorial en la revista El Malpensante. Contacto: juansporrasp@gmail.com

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