Más allá de la novela política: Formas de volver a casa, de Alejandro Zambra

Zambra,
Alejandro. Formas de volver a casa. Anagrama. 2011. 168 págs.
Por Alberto Rangel
Alejandro Zambra ha llegado a ese
extraño punto del éxito donde, así como tiene seguidores que lo adoran con
locura, otros lo odian a muerte. Tras la publicación de su tercera novela, sus
detractores insisten en su prosa demasiado sencilla, en que siempre escribe la
misma historia, demasiado autobiográfica y llena de escritura sólo-para-escritores,
y que la estructura es endeble. Lo extraño es que concuerdo con sus detractores
y no por ello dejé de disfrutarla. Creo que escribo esta reseña para entender cómo Zambra hace alquimia con lo
que de otra forma serían defectos en otro contexto, haciendo de Formas de
volver a casa una historia llena de ternura, de dolor y de búsqueda por
comprender el pasado.
Comienza
en la niñez del protagonista durante la dictadura de Pinochet. El niño vive en
una comunidad tranquila, alejada del conflicto político, donde los padres
disfrazan ante sus hijos la turbulencia nacional con medias verdades y
secretos. En el primer capítulo nadie le habla a este niño con sinceridad.
Maestros, vecinos, los padres, la niña que le gusta, todos hablan escondiendo
secretos y de una forma no siempre comprensible. Sus padres lo castigan por
mentir, luego ellos mismos le mienten. Luego el niño comienza a jugar a los espías
con la niña que le gusta, y así comienza la intriga política a menor escala con
niños como protagonistas. Pero la coquetería no es gratuita: Si recordamos a
Paul Valéry, o a Ricardo Piglia cuando lo cita en sus Tres propuestas, sabemos que
la lucha política es una lucha contra las fuerzas ficcionales del estado,
contra la manipulación del discurso y el lenguaje masificado. El niño quiere
descubrir lo oculto tras el discurso, desconfía de los padres así como los
pueblos desconfían de sus gobernantes. No entiende muy bien que sus padres son
víctimas de una opresión mayor, colectiva y maligna.
Justo
cuando nos acostumbramos a este primer capítulo la estructura del libro se
rompe, el niño crece, a veces parece hablarnos el personaje, otras el autor, a
veces se diferencian, otras son el mismo, y personajes supuestamente
ficcionales invaden la alterada realidad. Pero en todo este juego el hilo sigue
siendo el mismo: lo oculto tras el lenguaje y la incapacidad para la
comunicación. De hecho, la primera vez que alguien le dice algo con total
sinceridad al protagonista ocurre cuando él, ya adulto, se encierra con su
madre a fumar en el sótano. Discuten porque a ella le gusta la literatura cursi,
y le insiste en que está en todo su derecho a leerla. La escena es adorable y a
la vez agridulce. El sótano donde se esconden no es gratuito: ya Pinochet ha
caído, pero se esconden de su padre para fumar y hablar de verdad donde nadie
los vea. Las más sutiles formas de opresión no acaban.
El
libro nos hace una pregunta: ¿Cómo se identifican
dentro de la evolución histórica de su país aquellos quienes estaban demasiado
pequeños para librar, o siquiera comprender, las batallas más sangrientas de su
historia? Quienes vieron a los adultos involucrados ante una violencia que
ellos no comprendían. Sabemos de las muertes heroicas, de los torturados, del
periodista de Rodolfo Walsh buscando a Eva Perón, pero qué hay de aquellos
quienes, como Zambra nos dice: “Mientras
los adultos mataban o eran muertos, nosotros hacíamos dibujos en un rincón.
Mientras el país se caía a pedazos nosotros aprendíamos a hablar, a caminar, a
doblar las servilletas en forma de barcos, de aviones [...]” Zambra nos
cuenta la historia de esa generación, de quienes heredaron las ruinas
emocionales y comunicativas de una sociedad que sufrió la dictadura pero que también
sufre de la censura en formas más íntimas, como el machismo o las familias con el
padre como autoridad indiscutible. Así nos habla de los personajes que viven
tras las novelas políticas épicas como aquella de Alba Lucía Ángel, que cubría
desde la muerte de Gaitán hasta la del Che. Nos habla sobre dolores más íntimos
y cotidianos que hacen de la historia de Chile la de todos nosotros.
Quizá
Zambra escriba demasiado sobre escribir, quizá haya demasiada metanarrativa en sus novelas. Pero el lenguaje es el
verdadero tema aquí, la palabra como evento político, la batalla que libra el
escritor por recuperar un lenguaje más íntimo, no masificado, libre de las
esferas de poder. Como nos decía Piglia, quizá la literatura en sí, el hecho de
trabajar el lenguaje con un lente miscroscópico, sea un acto político en sí.
Quizá, además, la estructura en Formas
se devanea entre pérdida de inocencia, novela política, relato de infancia y
bitácora de escritor, pero la batalla por recuperar la comunicación con el yo y
con el otro es el hilo que preserva esta unidad en la arquitectura del libro.
Quizá Zambra escribe con una sintaxis demasiado sencilla, en ocasiones
repetitiva, pero creo (y quizá conjeturo demasiado) que lo hace por dos
razones: primero, porque Zambra es en realidad un poeta, enfocado en la
fortaleza de las imágenes más que en una prosa con osadías estilísticas. Esto,
creo, es un asunto de preferencias, pues de lo mismo se quejaban con Hemingway.
Segundo, porque Zambra todavía es un niño. O escribe para recuperar la niñez,
la inocencia y la ternura que vemos en todas sus novelas. Por ello nos deja con
una profunda sensación de plenitud haberlo leído. Con la esperanza de que aún
después del dolor estamos bien.
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