Dos miradas a Pierre Bourdieu, II
Diálogos entre materialismo cultural y una sociología de la literatura
Por: David Felipe Sánchez
I
Ahora
bien, si por una parte podemos aceptar la necesidad histórica de
dicho giro, por otro lado resulta bastante difícil persistir en la
aceptación irrestricta de la abstracción del arte como realidad
superior. Es decir, se puede admitir la importancia de la
precisión (“el valor estético es irreductible al valor
económico”); sin embargo, no se puede estar muy conforme con sus
desviaciones idealistas posteriores, a saber, la desvinculación
absoluta de las obras de arte del ámbito de la producción, y, por
ende, de su carácter material.
A la
par, este movimiento –este giro– depende del tránsito concreto
del mecenazgo a la institución editorial: de las exigencias de un
público definido con demandas claras (la sociedad cortesana) a uno
vaporoso y anónimo que en materia literaria no quiere pasar un
trabajo demasiado arduo (las masas en la época de la burguesía). De
tal forma, aparece una encrucijada más o menos definida. El autor
debe elegir entre mantenerse y vender –a despecho de cierta parte
de sus aspiraciones artísticas– o rechazar el beneplácito del
gran público llevando su obra a los extremos que le imponga esta
misma1.
Sin
embargo, a pesar de que con esta actitud el campo artístico gana en
autonomía al ajustarse más a su dinámica interna, la confusión
posterior versa sobre el hecho de que la imagen de la obra de arte se
construya en el aire (o la idea de que el arte se debe a sí mismo y
solamente responde a sus lógicas), ajena del todo a las presiones
que debía rechazar para constituir su autonomía, pero que de todas
formas siguen jugándose en el momento de su creación. En ese
sentido, la observación de Bourdieu es esclarecedora: “el proyecto
creador es el sitio donde se entremezclan y a veces entran en
contradicción la necesidad intrínseca de la obra que
necesita proseguirse, mejorarse, terminarse, y las restricciones
sociales que orientan la obra desde fuera” (2002, p.19).
Una de
las preguntas que atraviesa toda la argumentación de Williams es en
qué consiste el hecho estético, en qué su valor. Y esta es la
misma pregunta que subyace al conjunto de ensayos que dan cuerpo al
libro Campo de poder, campo intelectual, de Pierre Bourdieu.
Se trata, en suma, de una iniciativa editorial argentina por medio de
la cual se busca hacer un rastreo al concepto de “campo
intelectual” en el obra del sociólogo francés (con textos de 1966
a 1980). Buena parte de los resultados de dichos trabajos aparecerán
con posterioridad mucho mejor elaborados y sistematizados en la
relevante obra Las reglas del arte (1992).
Tanto
Bourdieu como Williams parecen dirigirse hacia el estadio definitivo
de la disolución crítica de la teoría estética burguesa2.
Ninguno de los dos está de acuerdo con el aislamiento tajante del
arte ni con la separación definitiva de la estética del marco de la
dinámica histórico-social. Así pues, Bourdieu –coincidiendo
nuevamente con Williams– llama la atención sobre el hecho de que
la defensa de la irreductibilidad de la obra a otros ámbitos haya
redundado en el descuido del carácter transindividual de toda
producción artística. A este respecto anota el francés: “hay que
preguntarse si aún el autor más indiferente a las seducciones del
éxito y menos dispuesto a hacer concesiones a las exigencias del
público, no debe tomar en cuenta la verdad social de su obra que le
remiten el público, los críticos o los analistas y redefinir de
acuerdo con ella su proyecto creador”; y agrega: “de un modo más
general, ¿no se define el proyecto creador, inevitablemente, por
referencia a los proyectos de otros creadores?” (2002, p.20).
Dicho
de otra manera, tal como Williams desagregó el concepto de «sujeto
colectivo» de Lucien Goldmann, centrándose en el segundo y más
importante de sus sentidos, el carácter transindividual de la
obra de arte va “más allá de la cooperación consciente –la
colaboración– hasta alcanzar relaciones sociales efectivas en las
que incluso mientras se procuran realizar proyectos individuales, lo
que se está delineando es [precisamente] lo transindividual; no solo
en el sentido de formas y experiencias compartidas, sino en el
sentido específicamente creativo de nuevas respuestas y una nueva
formación” (2012, p.262). Así pues, la pretendida singularidad de
un autor o de una obra no se puede concebir fuera del espacio de sus
relaciones con otros elementos –insertos o ajenos al campo
artístico, pero definitivamente mediados por las líneas de fuerza
de este campo.
De tal
suerte, si por ejemplo nos remitimos a las relaciones del artista con
el público en general, tendríamos que notar el hecho de que por más
transparente que sea la construcción de su imagen, el autor no se
encuentra en condiciones de ignorar al “personaje que la sociedad
le envía”. Su representación social cuenta como forjadora
de susceptibilidades, proyectos, reticencias, apatías, hostilidades:
elementos conminatorios que ayudan a fijar la línea de sombra a
partir de la cual una obra proyectará su luminosidad particular.
Asimismo, a la obra como tal también corresponde un tipo de imagen o
de definición social, una según la cual se produce una serie de
éxitos o de fracasos en la línea de cierta interpretación –que
con frecuencia se construye como estereotipo o simplificación
generada por el público lego.
En esa
misma medida, Bourdieu lanza dos interrogantes triviales en
apariencia: quién juzga y quién consagra. E inmediatamente después
regresa a la línea de lo transindividual, apelando a las
observaciones de L. L. Schücking, según las cuales los
favorecimientos propios del mundo editorial recaen más fácilmente
en los escritores amigos de colegas de renombre, o en los escritores
populares, etc. Y aún más, el sociólogo refiere que “el juicio
estético más singular y más personal se refiere a una
significación común, ya integrada: la relación con una obra,
incluso la propia, es siempre una relación con una obra juzgada,
cuya verdad y valor últimos nunca son sino el conjunto de los
juicios potenciales sobre la obra” (2002, p.30).
Según
Williams, ese sería el verdadero reverso del concepto de “función
estética” en Mukarovsky: “una serie de situaciones en las que
las intenciones y las respuestas específicas se combinan, dentro de
formaciones discernibles, para producir una gama de hechos y efectos
específicos” (2012, p.p.206-7). De tal suerte, en la apreciación
estética entrarían a jugar elementos supuestamente ajenos al
funcionamiento autosuficiente de la obra, elementos tácitos,
velados, elípticos, de los cuales, dice Bourdieu, debería tenerse
conciencia previa y cuya axiomática depende de la sociología de la
cultura.
Por
otro lado, veamos que Bourdieu no desechó toda valoración interna
de las producciones artísticas. En el esbozo de su denominada
“teoría sociológica de la percepción artística” procuró la
siguiente salvedad. Recusando la búsqueda de especificidad de los
formalistas en la obra (“sin vinculación con otra cosa que ella
misma, ni emocional ni intelectualmente”), Bourdieu habló de la
necesidad de “indicar en ella los rasgos estilísticos distintivos,
relacionándola con el conjunto de las obras que constituyen la clase
de la que forma parte, y solamente con esas obras” (2002, p.71).
Los
elementos fundamentales de este punto corren por cuenta de una
perspectiva vinculada al conjunto de una teoría que se atiene a
consideraciones de índoles distintas y complementarias. La
perentoriedad del enunciado que acabo de traer a cuento en el párrafo
inmediatamente anterior no desarma el postulado de la mediación de
las relaciones entre actores como parte integrante de la producción
y la recepción de la obra. Bourdieu no descree de sí mismo, ni
piensa en la posibilidad de una obra apreciada “limpiamente”,
exenta de las intervenciones ajenas a la dinámica estética. Se
trata, por el contrario, de un asterisco que apunta al reconocimiento
de la individualidad de la producción artística (siempre emplazada
en el círculo de ciertos límites). Semejante “individualidad”
se presenta en la medida en que podemos saber cuáles son sus
recursos novedosos con respecto a las obras de la misma familia, pero
sin olvidar el universo de sentido que las cobija, su carácter
transindividual, ni todos los elementos presentados ampliamente por
el sociólogo francés con anterioridad.
El
problema, para Bourdieu, es que a no ser por el conocimiento previo
de una serie específica a la cual se pueda vincular –que procede
de una amplia familiarización con una escuela o con un conjunto
determinado–, el modo que tiene de presentarse la obra es el de su
“individualidad concreta”, del que resulta muy difícil abstraer
los principios y las reglas que la definen. No obstante, también es
necesario apuntar que aún en el caso de la asimilación más
desarmada de una obra, el espectador tenderá a aplicar a ese
“universo desconocido y extraño los esquemas de interpretación
disponibles” (2002, p.68).
II
El
ejemplo más ilustrativo en ese sentido es el de Charles Baudelaire a
mediados del siglo XIX en Francia. Baudelaire reúne distintos
aspectos que iluminan el proceso descrito de manera ligeramente
abstracta por Bourdieu en el conjunto de ensayos al que hemos venido
refiriéndonos. La referencia al poeta francés aparece de manera
explícita en Las reglas del arte (1992), específicamente en
el apartado dedicado a la autonomización del campo artístico. Sin
embargo, también saltan a la vista elementos del orden del código
estético (espacio de legibilidad de una obra) o del carácter
transindividual del arte.
En
1862 Charles Baudelaire decidió presentarse como candidato a la
Academia Francesa. La circunstancia de su casi total desconocimiento
entre los académicos, cuando no de su mala fama, condujo a que su
supuesta aspiración se viera frustrada. A primera vista, el poeta
habría actuado de manera ingenua al pretender que se le incluyera
como par dentro de una entidad tan respetable. Su propósito
parecía inocente en la medida en que provenía de un sujeto que una
noche había hecho escandalizar a los hermanos Goncourt cuando lo
encontraron en un restaurante y se percataron de que llevaba las uñas
limpias y arregladas.
Pierre
Bourdieu (1992), de su lado, no deja adivinar un candor semejante: en
su relato el menosprecio se revierte, y Baudelaire deja de ser el
crédulo personaje que buscó una silla en la importante institución
para convertirse en un aventajado estratega. Para Bourdieu, la
candidatura tiene tanto de seria como de paródica a la vez.
Se trata, en realidad, de una acción masticada largamente. Con esta
pretendía escandalizar a un tiempo a sus compañeros los subversivos
y a sus enemigos los conservadores. El poeta afronta las
estructuras mentales, las categorías de percepción y apreciación,
y en últimas a todas las estructuras sociales, complacidas en su
propio movimiento e incapaces de asimilar la dinámica transgresora
de la poesía y de las acciones baudelerianas.
Así
pues, mucho más allá del ingenuo burlado en sus aspiraciones, el
acto de Baudelaire es desafío. Bourdieu señala que él es “el que
menos ignora la acogida que le van a dispensar, [y] afirma el derecho
a la consagración que le confiere el reconocimiento que se le
tributa en el estrecho círculo de la vanguardia”; y aún más,
obliga a la Academia, “esta instancia desacreditada en su
opinión[,] a manifestar su incapacidad para reconocerlo” (2011,
p.101). Para el sociólogo, Baudelaire es nomoteta,
instaurador de un nuevo orden, y como tal, debe “trastocar la tabla
de valores, obligando [incluso] a aquellos mismos que le reconocen, y
a los cuales su acto desconcierta, a confesarse que siguen
reconociendo el antiguo orden más de lo que creen” (íd.). En
efecto, podría decirse junto a Walter Benjamin que “la candidatura
de Baudelaire a la Academia fue un experimento sociológico” (íd.,
p.345).
Por
otra parte, en medio de esta disputa caben otros elementos que
es necesario observar. Benjamin apunta que si bien la rivalidad entre
poetas es de muy vieja data, a partir de 1830 estas empiezan a ser
dirimidas en el mercado libre (tránsito del mecenas al editor). En
ese preciso momento está teniendo lugar la transición del mecenazgo
al gran público, como un paso de cierto tipo de financiación a
otro. Entre tanto, para Williams es bastante significativo apreciar
cómo el nuevo padrinazgo del público ejerce distintas presiones
tanto en el efecto de la demanda sobre lo que se produce como en
el efecto más interno de la composición real. En esa medida, el
desafío particular al que nos hemos venido refiriendo puede ser
visto como fundación (acción nomotética) y como nueva
relación del autor con su público. En el primer caso, acción
destinada al acopio de capital: esto es, a la búsqueda de una
posición legítima dentro de las nuevas condiciones del campo. En el
segundo, un ejercicio reclamado por las dinámicas que establece el
nuevo grupo lector.
Bibliografía
BOURDIEU, Pierre
(2011). Las reglas del arte: génesis y estructura del campo
literario. Barcelona: Anagrama.
BOURDIEU, Pierre
(2012). Campo de poder, campo intelectual. Buenos Aires:
Montressor.
WILLIAMS, Raymond
(2012). Marxismo y literatura. Buenos Aires: Las Cuarenta.
1
A propósito de
esto, Bourdieu nos recuerda: Paul Valéry oponía “obras que
parecen creadas por su
público, cuyas
expectativas satisfacen y que por ello casi están determinadas por
el conocimiento de estas, y obras que, por el contrario, tienden
a crear su público”
(2002, p.19).
2
Al respecto,
Williams señaló en Marxismo
y literatura al checo
Jan Mukarosky como uno de los últimos representantes de dicha
tendencia, “como el penúltimo
estadio de la disolución crítica de las categorías especializadas
y controladas de la teoría estética burguesa” (2012, p.205, el
subrayado es mío).
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