Todos se van

Guerra, Wendy. Todos se van. Barcelona. Ediciones B, S.A. 2006. 285 págs.

Por Natalia Melisa Muñoz


Conocí a Wendy Guerra a mis dieciséis años, uno de esos momentos en la vida donde lo único que tienes para aferrarte es a ti mismo, ya que todo lo demás está en duda considerable hasta que decidas lo contrario. El encuentro parcial (sólo de mi parte, pues probablemente ella siquiera me notó) se dio en uno de los eventos del Bogotá 39, proyecto enmarcado en Bogotá Capital Mundial del Libro. Cuando la vi, me fue imposible no fijarla en la mente: todo en ella me llamó la atención, especialmente su rostro de casi cuatro décadas que simulaba mucho menos de tres, y las declaraciones que hizo acerca de sus obras literarias.

Algunos meses más tarde, cuando me ocupe de buscar su obra, encontré qué, hasta ese momento, la autora contaba con una única obra narrativa en su haber, el resto de su trabajo era poesía. Su texto fue galardonado con el Primer Premio de Novela Bruguera 2006, otorgado por Eduardo Mendoza en calidad de jurado único. El título de dicho texto es Todos se van.

Cuando algo te gusta verdaderamente, te apasionas, y la pasión es algo que nunca viene en suaves cuotas, sino que se manifiesta como avalanchas de sentimiento. Leí esta novela en un día y una noche, no pude parar hasta que la concluí, y la oportunidad de leerla de nuevo para reseñarla me emocionó tanto que no vacilé un momento en hacerlo.

Todos se van no es una novela en sentido estricto, el nombre más cercano a su estilo de narración sería diario. Son anotaciones pertenecientes a la libreta de Nieve Guerra, la dueña del diario, que contiene información privada sobre su vida, y testimonia algunos eventos, ideas y sentimientos que la marcaron. Este libro me remitió desde la primera página a una de las cosas que más valoro de la vida: el recuerdo. Yo también, desde niña (nueve años para ser precisos) acostumbré mi cerebro a vaciarse en cuadernos, y no he parado de hacerlo desde entonces. Leer este texto significaba adentrarme en la aventura de conocer a Nieve Guerra, y no desde afuera, sino desde sus propias letras, desde su lectura de sí misma vuelta texto. Sin duda, ha sido una de las más nutritivas y deliciosas aventuras de toda mi vida.

Leer un diario (uno cualquiera) es una acción reprochable, casi prohibida, porque siempre tienen carácter privado. Sin embargo, por tratarse en este caso de un diario con muchas copias distribuidas en bibliotecas y librerías, lo personal (protagonizado por un personaje ficticio, pero con fuerte base en las vivencias reales de la autora) se abre hacia cualquiera que desee hacerse su lector. Además, satisface las necesidades que nos surgen de su lectura: alimenta nuestra curiosidad voyerista y el afán de identificación que tenemos con ése que escribe.

Por la forma del libro, pareciera que en la actualidad sólo conserváramos fragmentos o libretas aleatorias, pues el relato se divide en un diario dedicado exclusivamente a los años de infancia, y en otro a los años de adolescencia. El primero inicia en Cienfuegos, cuando Nieve apenas tiene ocho años y vive con su madre y su esposo sueco llamado Fausto. La madre y el padre de Nieve están separados y, debido a la costumbre que tiene Fausto de andar desnudo por la casa y otros inconvenientes, se da a lugar un juicio por la custodia de Nieve, que, infortunadamente para ella, ganará su padre, haciendo que la niña se mude al Escambray y crezca de manera infeliz y violenta.

Ni del padre ni de la madre llegamos a conocer el nombre. Pero sí nos hacemos imágenes muy claras de sus personalidades tan distintas. El padre de Nieve es un alcohólico que se olvida de alimentar a su hija y de llevarla a la escuela, la maltrata con fuertes golpes que llegan a afectarle el oído izquierdo, e incluso sostiene relaciones sexuales frente a su hija, en la misma cama que comparte con ella por las noches durante su estancia en el Escambray. Su madre es una mujercita débil, calza lo mismo que su pequeña hija, se vence fácil en sus batallas y aloja constantemente a sus amigos artistas en su casa, lo que la alejará, con el paso de los años, de su hija, pues impide la intimidad que necesitan entre ellas para reconocerse como familia.

“Demasiado adulta para el Diario, demasiado niña para la vida real” (p. 9) esa es Nieve. La Nieve que creció en una isla de calor infernal (donde su nombre siempre es contraparte), la Nieve que tenía que crecer fuerte, porque estaba sola; que cuidaba de su madre, y que tenía que despedir a todos los que, con algo de suerte, voluntad y medios se marchaban de Cuba.

A ella no le gustan las vidas normales, dice; y su vida nunca hubiera sido normal en su país, ni siquiera aunque su nacimiento se diera en una familia menos disfuncional que la que le correspondió. Sólo a los niños de su isla se les castiga cuando faltan a la escuela, haciéndolos escribir cien veces en la pizarra “soy una pionera revolucionaria que asiste diariamente a la escuela” (p.53).

Nieve y toda su generación crece entre lo prohibido y lo obligatorio, escondiendo todo por temor, pues su país, una Cuba donde no se puede hablar sin esperar represarías, es una trampa rodeada de agua donde se paga un alto precio por ser diferente, por pensar diferente. Igual, es necesario hacerlo para no darse al ahogo, a la desesperación. Nieve crece en un ambiente artístico al que, seguramente, no tuvieron acceso muchos niños en la isla, leyendo libros censurados, escuchando críticas sobre la ideología de su país; odiando la política, pero tomándosela en la sopa, porque no puedes desasociarte de esa política que constituye a la isla misma.

Los diarios de Nieve no se interesan por nada más que su propio mundo, por eso, en él, sólo encontramos referencias sobre el contexto inmediato en el que vive, más no el social. El último de sus amantes le reclamará, en una carta, la verdad que le falta a su diario; verdad entendida como los hechos sociales, políticos y culturales reales que sucedían en el mundo mientras Nieve escribía su mundo; las verdades de la Isla y las de afuera, los golpes que el capitalismo sufrió en las décadas de los setentas y ochentas, la música que cantaron las masas, los grandes libros que algunas mentes brillantes escribieron en ese tiempo. En el diario de Nieve encontramos referencias al contexto, pero siempre amarradas con su vida o con las personas que le interesan. Si en el diario no encontramos un reporte noticioso de lo que sucedía, no es porque Nieve mintiera, es sólo que ella no hacía parte de ese mundo.

Desde niña se aisló, desde niña había sido preparada para abandonar la Isla, para olvidarse de Cuba en París; pero nunca se fue. Cuando tenía nueve años le advirtieron claramente que era imposible dejar la Isla sin el permiso paterno y, dado que su padre se fue (uno de los tantos) a Miami, nunca pudo obtener ese permiso. Nieve, sin poder dejar la Isla, arrastró a su madre con ella (su madre, que también hablaba tanto de irse) ocasionando que su matrimonio con Fausto, que fue devuelto a Estocolmo, se terminara.

Nieve se queda, y su madre, pero todos los demás parecen marcharse, cada uno se exilia de la manera que puede, porque, de cierta manera, pertenecer a Cuba en esos tiempos es también estar fuera del mundo. De niña, en la Habana, tenía que asistir obligatoriamente a los llamados Actos de repudio “esos que les hacen a los que se van del país” (p. 123), o los-que-se-vayan, donde se ocupan de humillar públicamente con gritos a aquellos traidores que deciden marcharse. A sus quince años, ya estudiando pintura en la Escuela Nacional de Arte, se enfrenta sola a los cambios que la transforman en la niña-mujer que es. Se enamora, se duele y engaña; Alan, Osvaldo y Antonio se pasean por su vida, la forman, la enamoran y la abandonan.

Todos se van toma su nombre de una acción a la que Nieve llega a acostumbrarse: despedir a los que se van de la Isla. Ella está condenada a quedarse sola, cuando es niña por el permiso, cuando cumple la mayoría de edad, por la falta de medios. Se va el esposo de su madre, los amigos siempre itinerantes que se alojan en su casa, se va su amiga Dania de la infancia, su amiga Lucía de la escuela y su amiga Cleo de los veinte años, se van sus amores, uno por uno, cualquier pasión que siente por un hombre se va con él, no tiene ningún sentido sentir algo por alguien que se va. Nieve se queda, sólo puede despedir a sus amigos, dolerse de las ausencias una y otra vez, y otra vez.

“Mi diario es un lujo, mi medicina, lo que me mantiene en pie. Sin él no llego a los veinte años. Yo soy él, él es yo. Ambos sentimos desconfianza” (p. 144), leer el diario es leer a Nieve, la niña grande, que madura su cáscara y aprende a lucir apetitosa por fuera, pero cuyo contenido dulce se va pudriendo mucho más rápido que lo que aparenta el exterior. Leer Todos se van es también leer una familia, una Cuba particular, pero sin censuras, sin arreglos.

En Cuba, aunque no se ha publicado o comercializado formalmente, Todos se van es un nuevo libro de culto juvenil que pasa de mano en mano en forma de fotocopias, según afirma la autora y la poca crítica que puede encontrarse sobre él en internet. Leerlo implica zambullirse en el contenido de una vida, dejarse permear por una sensibilidad y unos miedos ajenos pero comprensibles y que, de cierta manera, ayudan a entender los propios. Ojalá todos los demás se den la oportunidad de empaparse de Nieve, que permanece en La Habana, esa Nieve que ve con otros ojos, y que nos los presta, cuando nos regala su diario.

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