La bondad como evento luminoso: La luz difícil, de Tomás González

González, Tomás. La Luz Difícil. Alfaguara. 2011. 144 págs.

 Por Alberto Rangel

  

                Dos cosas llaman la atención en la última y conmovedora novela de Tomás González: la fortaleza de las imágenes en la narración, por un lado, y la bondad que permea a todos los personajes.  

                El narrador es David, un pintor que eventualmente se va quedando ciego. El hijo de David tuvo un accidente de tránsito, quedó paralítico y atiborrado de dolores que empeoran con el tiempo. Los dolores se hacen insoportables al punto en el que Jacobo, su hijo, se decide por la eutanasia. La familia, que ha caído en el infierno de ver sufrir a un ser querido sin poder hacer nada para remediarlo, enfrenta el más oscuro de los momentos.

                Pero en esta oscuridad hay una luz presente, una esperanza en la compasión y el optimismo de los personajes que rodean a Jacobo. La fisioterapeuta de Jacobo se enamora de él, el hindú que manejaba el taxi donde iba Jacobo durante el accidente visita a la familia con frecuencia (son visitas muy chistosas), el hermano de Jacobo se puso gigante haciendo ejercicios, puede cargarlo cuando necesita moverse. Y Sara, la madre de Jacobo y esposa del narrador, es tan valiente y carismática que sólo por ella vale la pena leerse el libro. Esta bondad parece batallar en el libro contra la enfermedad y la muerte, que se agranda, se estira como una sombra. Esta bondad conmueve aún más que los momentos de profundo sufrir en la novela. Y de estos momentos sí que los hay. La tercera línea de tiempo es un gran sufrimiento en su totalidad: durante todo el relato vemos a David apoyarse en la fortaleza de Sara, entonces el libro nos sacude con la revelación de que en el presente desde donde David escribe la historia que leemos, ya ha muerto Sara, ha muerto Jacobo hace mucho, ya pasó todo, sólo quedan la contemplación y la nostalgia.

               La narración maneja tres líneas de tiempo en total, y se cruzan entre capítulos pero el lector nunca se pierde gracias a la capacidad que tiene nuestro narrador, pintor a fin de cuentas, de anclarnos con imágenes y experiencia sensorial, de otorgarle propiedades plásticas concretas a cada momento de la narrativa. El Nintendo de sus hijos al pie del caballete durante la infancia, luego los brazos musculosos y llenos de tatuaje del hermano de Jacobo cuando creció, la piel morena de Sara, hermosa aun cuando envejece. David como narrador incluso nos pinta las cosas invisibles: “La aflicción no es inmóvil; es fluida, inestable, y sus llamas, más azules que anaranjadas y rojas, y a veces de un verde pálido espantoso, lo torturan a uno por un costado en el interior del cuerpo…” 

Es difícil soltar el libro por sus imágenes que a veces parecen pequeños poemas, además de  la intensidad de todas las emociones que se viven. Los momentos de comedia, sobre todo, que Tomás González nos demostró saber manejar tan bien desde La historia de Horacio, expanden el espectro emocional del libro de forma que acabamos la novela con la sensación de haber vivido una larga y dolorosa aventura junto a David y su familia. La enfermedad de Jacobo ha sido como la gran ballena blanca, el símbolo del mal y el sufrimiento, y el hombre es quien debe enfrentar a esta manifestación destructora de la naturaleza (a fin de cuentas Moby Dick era el símbolo de la muerte) con su pequeña fuerza y su pequeño coraje, así el mal destruya el barco o a la familia, así no nos queden sino las ruinas y la posibilidad de seguir adelante.

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