Tres miradas en torno a Pájaros en la boca de Samanta Schweblin Parte I

Schweblin, Samanta. Pájaros en la boca. Editorial Almadía.2010. 187 págs. 



El encanto del desagrado
Por Daniela Escobar

Quince cuentos componen Pájaros en la boca, el libro que le valió a la autora argentina Samanta Schweblin el aclamado premio Casa de las Américas en 2008. Quince cuentos que cuesta atar con alguna característica común, pues parecen escaparse de cualquier parecido; aparecen como breves historias completas e independientes entre sí, narran diferentes anécdotas, hablan en diversas voces. Al acabar el rompecabezas de quince piezas es poco lo que puede decirse; prima, más que un comentario, la horrible sensación de desencanto y aturdimiento. Son, sí, quince cuentos extraños y siniestros.

¡Alto! Lo siniestro, eso que produce desencanto, algo de repudio y desagrado en estos cuentos no es algo negativo. Es su gran cualidad. Es algo que, sin duda, exige a un lector difícilmente impresionable, con buen humor, con algo de astucia y una imaginación particularmente amplia. Es decir, los cuentos no están hechos para leerse en el bus o mientras se espera a alguien (aunque su lectura puede darse en un período corto), requieren un estado de ánimo dispuesto al desagrado y la sorpresa.

Es curioso pensar que buena parte de la literatura —desde aquella hecha en tiempos lejanos hasta la que se produce actualmente— no tiene una intención de crear una sensación de paz interior y satisfacción personal, sino, por el contario, generar en el lector una molestia, un profundo displacer. Schweblin, en buena parte de sus quince cuentos, lo logra al proponerle al desprevenido lector situaciones extrañas (¿o extremas?) y enfrentarlo a sus posibles reacciones. ¿Qué pasaría si aplastaras sin saber a tu hija, como se aplasta dulcemente a una molesta mariposa? ¿Qué pasaría si en una cafetería cualquiera te toparas con una muerta? ¿O qué si de repente te gustara reventarle el cráneo a alguien contra el pavimento? ¿Qué si tu hija te confiesa, con la naturalidad de un saludo, que se alimenta de pájaros vivos?

La búsqueda de la reacción es la primera característica que cobija a algunos de los cuentos del libro. Para acentuar la extrañeza en el lector, los cuentos están narrados en primera persona, en la voz de quien será sorprendido en el cuento, o de quien tiene un comportamiento extraño. Así, el lector crea un vínculo, una simpatía con el personaje-narrador y se identifica con sus acciones y reacciones. Sin embargo, esa misma empatía es la que finalmente produce el displacer.

En el primer caso —la identificación con el personaje sorprendido— se halla “Pájaros en la boca”, cuento que da nombre al libro. En este, nos acercamos a la historia de Sara, la extraña adolescente comepájaros. Sin embargo, la conocemos a través de la voz de su padre, quien se escandaliza por el comportamiento de su hija, pero luego, ante la posibilidad de que ella se enferme por dejar de comer, participa en el crimen avícola y compra a su hija un pequeño pájaro; luego se alivia tras escuchar la muerte del pájaro y el grifo del baño, con el que la niña se limpiaba la sangre y las plumas después de la matanza alimentaria. “Escuché un chillido breve” —dice el padre— “y después la canilla de la pileta del baño. Cuando el agua empezó a correr me sentí un poco mejor y supe que, de alguna forma, me las ingeniaría para bajar las escaleras” (84). La tranquilidad del padre es lo que produce el asombro del lector: ¿cómo es posible que haya asimilado la aberración de su hija? Pero, más allá que ese asombro, el repudio aparece cuando el lector mismo reconoce que, en algún caso desesperado, estaría dispuesto a ser quien compraría el ave para el sacrificio. Los padres, qué se le puede hacer, hacen tantas, tantas cosas por sus hijos…

En el segundo caso —la identificación con el personaje extraño— encontramos el cuento “Cabezas contra el asfalto”. Allí, la voz narrativa nos cuenta cómo el personaje-narrador ha sido, desde pequeño, algo distinto del resto, y cómo esta “rareza” lo ha llevado a tener ciertos comportamientos extraños. Dibujar a la gente con el cráneo destrozado contra el asfalto se convierte en algo natural no sólo para el muchacho, sino para el lector, que en vez de repudiar la acción violenta en cada trazo, la justifica como una terapia propia del personaje. Esta “terapia” parece ser también lo que hace el personaje cuando estrella la cabeza del coreano contra el asfalto. La acción se neutraliza a lo largo de la narración y por eso, al final del relato, cuando el lector reconoce que había que reprochar cada palabra leída, se asquea de sí mismo.

En ambos casos, lo que Schweblin parece estar buscando —y encuentra de forma impecable— es el callejón sin salida de los lectores, ese espacio entre la espada y la pared en el que las peores decisiones parecen ser las únicas y las más sensatas. Si bien los casos que propone la autora —cada uno más disfrutable que el anterior en términos de creación e imaginería— son extrañamente radicales (las historias que construye son irreales, pero coherentes; lejanas, pero posiblemente familiares), se articulan de forma contundente para encerrar al lector, para enfrentarlo a sí mismo, para hacerlo confesar con voz tímida: “Yo también lo haría…”.

Otra forma de llevar al lector a su propio encierro es mediante la ambigüedad de los relatos. El caso más claro de este mecanismo sucede en “Conservas”, que cuenta la historia de una pareja que decide retroceder un embarazo hasta llevarlo nuevamente al punto de concepción y guardar esa “mezcla” para cuando la pareja se sienta lista para tener un bebé. Sin embargo, esta historia no está del todo explícita en la narración. El lector está obligado a preguntarse constantemente si eso que cree estar pensando que está pasando es realmente lo que se le está contando. Intuyo que esa es la anécdota del cuento, pero me queda la duda, porque tal vez no es exactamente eso. ¿Por qué habría uno leer un cuento así, que no dice nada evidente y, con construcciones incompletas, está a la espera de que sea uno como lector quien lo descifre? A eso me refiero cuando señalo que el libro exige un lector juicioso e imaginativo, dispuesto a terminar la historia por su lado y a construir con su imaginación lo que la autora dejó suelto.

En esta categoría de cuentos ambiguos caben otros dos, que además colindan casi con lo onírico: “Mariposas” y “Perdiendo velocidad”. Ambos cuentos resultan muy breves para dar espacio a una explicación completa; no quiero decir que estén incompletos o que falte información para darles sentido, este se logra completar con los vacíos y silencios del cuento. El primero, cuenta la historia de un par de padres que esperan la salida de sus hijos el colegio; uno de ellos aplasta a una mariposa y luego parece sospechar que esta era su hija. El segundo, cuenta la historia de una pareja cirquera ya vieja. Tego, el hombre del cañón, pierde velocidad una mañana hasta que se detiene por completo y muere. Ambos cuentos dejan un extraño sabor en la boca, una mezcla de “qué bonito” y “no entendí”, pero no desean ser descifrados. No parecen ser historias para “entenderse”, sino para leerse y ya, para darle un tiempo a la incomprensión y la belleza que esta trae consigo… ¿Quién dijo, acaso, que todo necesita una explicación, una ecuación que revele qué valor tenía equis? No quiero decir que estos cuentos no se puedan entender, me refiero a que parecen no querer ser entendidos. Viven en la incertidumbre y en eso radica su riqueza.

Dichos cuentos de naturaleza extraña parecen hacer menos raros, por contraste, a otros que tal vez nos resultarían extrañísimos en otro libro. Son cuentos que parecen ser resultado de una búsqueda de la fantasía, pero una fantasía pasada por un filtro del delirio y la realidad más coloquial y silvestre. Me refiero, por ejemplo, a los cuentos “Última vuelta” y “El hombre sirena”, aunque cabe señalar que la descripción “cuentos fantásticos filtrados por el delirio de la vida diaria” puede aplicarse a casi todos los cuentos del libro; en estos, sencillamente, se hace más extremo. Ambos cuentos proponen una situación fantástica —la transformación de un personaje y la aparición de una sirena— que se neutraliza en el relato porque parece no resultar tan fantástica desde el punto de vista de quien la cuenta —o porque se contrapone a otros delirios de la vida diaria que tienen una carga igual de fantástica a la irrealidad como, en el caso de “El hombre sirena”, la extraña obsesión del hermano por controlar a su hermana—. Este recurso se logra, una vez más, mediante el uso de la primera persona, que da importancia a lo que quiere dar importancia para que el lector no se sorprenda con lo fantástico, sino con la reacción que se tiene ante ello —y, además, la acepte—.

Es importante destacar la labor de Schweblin en la construcción de voces en primera persona. Ninguna se repite, ninguna le toca los talones a la otra. La autora logra construir voces independientes y completamente distintas entre sí. Cada una da cuenta de un personaje completo y complejo que le presenta las más sórdidas historias al lector. La contundencia de cada voz resulta sorprendente en la totalidad del libro, pues se logra esa precisamente esa diferenciación clara entre cada una, que en el tejido total del libro lleva a esa desagradable sensación de que no importa con quién se esté hablando, todos somos potencialmente extraños; no hemos sostenido una conversación larga con un psicópata, sino varios diálogos con varios loquillos que pueden, incluso, compartir sombra con nosotros.

Para terminar, vale la pena resaltar la voz de “Papá Noel duerme en casa”, un maravilloso cuento contado desde el punto de vista de un niño. Son pocos los cuentos que he conocido que logren de forma tan lúcida el discurso de un niño. Es claro: los niños son raros y dicen cosas raras, cosas que, con el tiempo, los adultos dejan de entender y asimilar, por eso es común que cuando un grande escribe con voz de niño le da un toque o idiota o nostálgico que la voz del niño no tiene. Por esto resulta gratificante encontrarse, dentro de las muchas voces del libro, una que logra dar cuenta de los niños sin exageraciones ni estereotipos. Aunque este cuento no deja al lector con una espantosa sensación de desagrado, como sí lo hacen muchos otros que componen el libro, resulta memorable por su espléndido narrador.

Sospecho que no todos los lectores terminarán de leer el libro de cuentos. Sospecho que abandonarán la labor lectora entre el segundo y el quinto cuento. Sospecho esto porque esa sensación de displacer con cada letra no es tan disfrutable como la he hecho parecer en la defensa de este libro. Sin embargo, creo que un lector comprometido debe volver nuevamente a la palabra que lo molesta y releerla con cierto masoquismo hasta disfrutarla, porque si bien la literatura es muchas veces es fuente de buenas sensaciones y recompensas sorprendentes, otras veces es también un camino oscuro y siniestro. Un buen lector es quien logra tanto bañarse con las palabras bonitas como transitar el desencanto, y hallar en ambas actividades cierto placer. Estos quince cuentos de Samanta Schweblin son no sólo una invitación al lado siniestro de la literatura, sino un recorrido por ese camino —con paradas las casas más espeluznantes—; es un enfrentamiento con lo repulsivo: con la reacción extraña y humana, con el personaje enfermo y familiar; con encanto del desagrado, en suma.

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