Soñamos que vendrían por el mar

Sobre Soñamos que vendrían por el mar de Juan Diego Mejia
Por: Omar Alexander Ruiz Romero.


                           
                          


Todos alguna vez hemos escuchado la palabra revolución. No importa en qué ámbito o circunstancia ocurra: al servir el café en las mañanas, en la radio que ameniza el día a día, en la finca donde se corta caña de azúcar o se siembra papa o yuca, en el periódico impreso, en la universidad, en la oficina; incluso en el coctel más alejado de nuestros deseos o aspiraciones. Nombres como Antonio Nariño, Camilo Torres, Fidel Castro, Salvador Allende, Karl Marx, Mao Tse Tung, Lenin, hacen parte de la lista de distinguidos que evocan la revolución desde sus perspectivas culturales e históricas. Pero también están quienes piensan la revolución desde el anonimato: las amas de casa, los obreros, los sindicalistas, las estudiantes universitarias, el decano de economía, el pensionado, la maestra de escuela. Entonces ¿Cómo se hace la revolución?


Este es el interrogante que la novela Soñamos que vendrían por el mar del escritor antioqueño Juan Diego Mejía propone dilucidar. Pável Vlasov – homónimo del personaje de la novela de Máximo Gorki- es quien, en primera persona, reconstruye las tensiones de un estudiante universitario que alterna sus gustos entre el teatro y la vida política de finales de los años setenta. Pável -actor, estudiante de arquitectura de la universidad pública y activista político- decide que es el momento de tomar un lugar en la vida política del país. El proyecto que lo seduce: la revolución. Para lograr su propósito se inscribe dentro de la doctrina política de la izquierda colombiana de la época. Mientras llega el momento de convertirse en un héroe, el teatro se constituye en la herramienta con la que disemina su posición política.


A través de 33 capítulos, la narración hilvana de manera interrelacionada el desarrollo de la vida de Pável en dos sentidos paralelos: por un lado su vida como actor y director -primero en Medellín con un grupo de teatro llamado “El Nuevo Teatro” y luego en Ciénaga con un grupo de teatro formado por estudiantes de colegio. Junto a ellos desarrolla adaptaciones teatrales en las que refleja su postura crítica frente a eventos de injusticia social y desangre del pueblo (la masacre de las bananeras en 1928 y la masacre de Santa Bárbara en 1963) que han hecho parte del panorama político del país y de su “estatuto de seguridad”. Por otro lado relata su vida como miembro de un frente revolucionario cuyo anhelo consiste en tomarse el poder por medio de la lucha armada. El armamento debe llegar desde el extranjero y por el mar “el plan entonces era traer las armas camufladas de alguna manera que en esos momentos, ni siquiera Alejandro conocía. Lo único claro era que debían llegar por el mar” (Mejía 2017: 48). Los “compañeros de lucha” se unen a la voz de Pável como diferentes ramas de un mismo tronco. Es decir, visiones variopintas de lo que debe ser la revolución bajo la óptica de una posición ideológica madurada al calor del teatro.


La bifurcación en la vida del protagonista le permite a Mejía enfrentar la idea de la revolución desde dos posiciones que se encuentran en tensión permanente. La primera, la revolución que se hace desde la legalidad. Aquella que implica dar la cara y deconstruir la realidad particular de una sociedad con argumentos cuya munición son las ideas, la palabra, el discurso. Claro, esta opción implica asumir riesgos que en una democracia polarizada, como tantas en el mundo, conllevan al acallamiento, el exilio o la muerte. La segunda, la revolución armada. La alternativa de las voces silenciadas por un conflicto eternizado en las estructuras de poder y la esfera política, vulneradas sistemáticamente en sus derechos fundamentales por élites sin un ápice de conciencia social y apoltronadas en sus privilegios desde tiempos inmemorables.


Pável personifica las dos caras de la moneda de la revolución que le endilga la responsabilidad de mostrar si el sello o la cruz tienen más peso una frente a la otra. La revolución desde la legalidad simboliza el ejercicio del teatro. La práctica de este arte sirve como interlocutor a las ideas que hombres y mujeres aportan desde su que-hacer diario en la materialización del debate acerca de los cambios sociales en las estructuras de poder. Sin importar desde que posición ideológica se discuta, lo que se quiere es generar reflexión. Se trata de la praxis de la revolución, no de mera ideología: “alquilemos el Pablo Tobón, esta vez no lo hagamos en el Camilo, quiero que los de todas las tendencias se sientan invitados. Esto es teatro, no propaganda” (Mejía 2016: 271).


Ahora bien, la revolución desde la óptica del conflicto armado alude a un Pável deseoso de cambiar de tajo y por la vía de la intransigencia armada la manera en que los administradores de la justicia y el poder público actúan en contra de quienes deberían ser su razón de llegar al poder: la ciudadanía, “se multiplicaban los paros cívicos en ciudades pequeñas y en ciudades intermedias […] si esto estaba ocurriendo en Colombia era porque la revolución andaba por ahí cerca”. Lo que ocurre en este tipo de revoluciones es que al final el revolucionario vencedor en el poder termina adoptando las mismas características del sistema que fue derrocado, “y ahora resulta que en la revolución era lo mismo, había líneas incorrectas y sólo una correcta” (Mejía 2016: 53).


Al inclinarse por la legalidad, desde el teatro, Pável expresa su inquietud por la revolución armada que se demoraba en llegar, “quise aprovechar para preguntarle a Alejandro si algún día seríamos un ejército. Yo también me estaba cansando de la quietud. Me hacía falta el teatro pero seguía esperando el momento del que tanto habíamos hablado” (Mejía 2016: 236). Finalmente, toma una decisión: las obras panfletarias se representarían en el teatro. Su apuesta consistió en no frustrar su deseo de hacer parte de la revolución, sino de forjarla a su manera.


Mejía hace notar, el carácter frágil de las dos disyuntivas de la revolución. “tampoco me imaginaba morir en una cama orinado, indefenso, viejo y estorboso” (Mejía 2016: 143). Las preguntas acerca de las expectativas, el futuro, el amor o la muerte son inherentes a la vida de los seres humanos que desean hacer la revolución, más allá de la cara de la moneda que hayan elegido.
“pensé si sería capaz de pasarme veinte años en esas condiciones. Todos los que se fueron juraron no regresar hasta el día de la toma del poder. Yo no estaba seguro de lograrlo. Me hacía falta la ciudad con todas sus cosas buenas y malas, pero también soñaba con el día en que volveríamos para tomarnos las capitales  y asumir el control del país.” (Mejía 2016: 185).


Sin importar si nombres como Trotsky, Ho Chi Minh o Ernesto Guevara se quedaron inscritos en la historia sagrada de las luchas épicas en defensa de su causa, es importante recordar que también existen nombres como Nacho, Rodolfo Matute, Carmen, Gleydis Pineda o Álvaro Girón. Cada uno de ellos representa la posibilidad de hacer una revolución, grande o pequeña, popular o personal, famosa o  anónima. Detrás de cada una de las posturas acerca del  polisémico y difícil concepto de la revolución se encuentra  la capacidad transformadora de una sociedad que, como la colombiana, tiene el reto de generar un cambio de paradigma, aún más ahora con la llegada del post conflicto. Qué mejor manera de iniciar el camino que en manos de Soñamos que vendrían por el mar.

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Mejía, J. (2016). Soñamos que vendrían por el mar. Alfaguara.


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