Razones para leer una excelente novela breve.

Esta portada corresponde a la edición
de Emecé. Buenos Aires, 2008 

Magnus, Ariel. Muñecas. Bogotá, Alcaldía Mayor de Bogotá; Secretaría Distrital de Cultura, Recreación y Deporte; Consejería de Cultura de Andalucía; Fundación Cajasol, 2009. 99 págs.

Por Oscar Daniel Campo

En el 2007, con ocasión de la designación de Bogotá como Capital Mundial del Libro, fue creado el Premio Internacional de Novela Breve Juan de Castellanos. El premio no ha vuelto realizarse y su legado singular (en las dos acepciones del término) ha sido la novela Muñecas del argentino Ariel Magnus. El jurado afirmó que la obra de Magnus se eligió de manera unánime, al parecer no solo porque es lo que siempre debe decir un jurado, sino porque la calidad de esta novela se impuso de forma contundente entre los 290 trabajos recibidos. Me lo puedo imaginar. ¿En qué consiste la efectividad de esta novela que se lee de un tirón y a la que no siente uno la necesidad de objetarle nada, fascinado como se está por el embrujo de la ficción? ¿Cómo está construido tal embrujo?

Mientras trata de devolver un libro, Selin convida a su fiesta de cumpleaños a un bibliotecario que de forma accidental ha visto (y se ha quedado viendo con cara de lelo) la tarjeta de invitación diseñada por ella. El árbol que contiene el diseño se parece al que el bibliotecario ha visto en un sueño suyo recurrente desde la infancia. Esto lo sabemos porque la primera parte de la novela, titulada “Ella”, está contada en la primera persona del bibliotecario, cuando la acción ya ha ocurrido. La afinidad entre sueño y tarjeta de invitación justifica el que el bibliotecario acepte ir a la fiesta, aun cuando se nos presenta como un ser extremadamente solitario. No es un misántropo. No es exactamente un fracasado. Es un argentino que vive en Heidelberg, trabaja hace tiempo en la biblioteca, no tiene amigos porque no ha querido tenerlos y nos enteramos al final de la novela que en realidad ha solucionado el problema del sexo. Como si supiera que hay una fiesta y decidiera no asistir a ella, nos dice el bibliotecario en el diálogo del final del libro, una sucesión de definiciones sobre su filosofía personal del arte de estar solo.

La fiesta tiene lugar en un pueblito cercano. La anécdota desarrollada en “Ella” está permanentemente interrumpida por la voz interna del bibliotecario, interrupciones que versan sobre sus opiniones de las personas que lo rodean, sobre él mismo o las dudas interminables que le genera moverse en el mundo (aunque por momento también adquieren un matiz inventivo: propuestas para dispositivos tecnológicos que alivien el problema de las gafas empañadas, cómo usar el sistema de transporte público para incumplir la cita sin que parezca a propósito, entre otros). Por fin, llega a la dirección, timbra, es el primero, también el último: la fiesta de cumpleaños de Selin es un fracaso: los condones inflados, la música, la comida, cifras todas de la soledad (en este caso, no deliberada) de la saboteada Selin. La primera parte acaba con el bibliotecario borracho (en contra de su voluntad, ha tomado licor de frutas), dormido en el baño de la casa de Selin, vomitado. Ben, el desagradable casero y vecino de Selin, es el otro asistente que también se ha quedado dormido.

Más sola que una mujer entre dos hombres borrachos es la primera frase de “Él”, segundo apartado de esta novela. Vemos entrar ahora el registro verbal de Selin, quien releva al bibliotecario y lleva la narración hasta el final. El bibliotecario se despierta y encuentra los despojos intactos de la fiesta frustrada. También los despojos de Selin, quien no hace más que burlarse en su fuero interno del hombrecito miserable que es el bibliotecario. Selin insiste en llevarlo hasta su casa. Él no quiere pero no logra evitarlo. Usan el auto de ella. Al entrar en la ciudad, los detiene la policía. No cualquier agente: uno que protagoniza un programa de televisión sobre policías que vigilan la noche de la ciudad. Cuando todo parece perdido para Selin (por conducir borracha), vemos al bibliotecario salvarla con una perfecta actuación de ebrio fastidioso que saca de quicio al policía – actor: el bibliotecario recibe un golpe en el estómago por fuera de cámaras, queda adolorido y tirado en el suelo, pero no hay multa. Siguen su rumbo. Llegan al apartamento diminuto del bibliotecario. Durante el camino hemos visto flotar en la mente de Selin la imagen de su ex novio, quien la dejó al descubrir su homosexualidad. La voz de Selin interrumpe el curso de la acción para contarnos pedazos de esta historia. También para darnos su opinión siempre confusa acerca de la personalidad huidiza del bibliotecario. Por ella nos enteramos de características imprevisibles de este hombrecito solitario: le falta un dedo, perdido en un escabroso episodio de violencia de su infancia; sus momentos mentales de duda se traducen en largas pausas a lo largo de la conversación, que lo hacen lucir como un idiota; sus fascinaciones por los comentarios de Selin son apreciados por ésta con un tono de burla. La voz de Selin es directa, trivial, no aspira a la metafísica constante del bibliotecario.

En la parte final de la segunda parte, Selin descubre el apartamento estrecho del bibliotecario atestado de muñecas, sofisticados androides que son acumulados con fines sexuales y por una extraña práctica con la que el bibliotecario se ocupa en sus amplios espacios de soledad. Es decir, también es importante el tiempo que éste dedica a coleccionarlas, cuidarlas, mantenerse al tanto de los avances tecnológicos en el campo. Las sesudas reflexiones sobre su ser solitario se desprenden de este descubrimiento: Selin quiere entender el origen de tal aberración y la naturaleza definitivamente inquietante del bibliotecario. Nosotros los lectores también. La conversación, que incluye una taza de té, concluye con un beso tímido entre Selin y el bibliotecario. Por supuesto, el beso es iniciativa de ella. El contacto físico no pasa de aquí. Selin, con la sensación de haber sido nuevamente rechazada, se acuesta, mientras el bibliotecario la arropa, diciéndole que ella debe descansar. Selin se queda sola en el apartamento del bibliotecario que conoció ese día, que asistió a su fracaso de fiesta, rodeada de muñecas, despreciada (según ella) por todo el género masculino (“unos cerdos”). La narración se apaga al tiempo que la conciencia de Selin, por fin dormida. Esto es posible porque la segunda parte, a diferencia de la primera que está en pasado, sucede en presente simple.

Ahora sí puedo por lo menos enumerar algunas razones que explican el embrujo de la ficción en esta novela. La primera: los dos registros verbales (el del bibliotecario y el de Selin) están perfectamente separados por el lenguaje que le pertenece a cada uno, por sus opiniones fuertes y distintas, de tal suerte que esta novela puede pensarse como un diálogo inteligente entre las conciencias de estos dos personajes y sus personalidades poderosas e inquietantes (con el grado de incomunicación y afinidad que es posible en todo diálogo). Estos dos registros verbales construyen una estructura narrativa que siempre lleva hacia adelante la acción. Otros aciertos más generales: se muestra una capacidad impecable para mezclar los grandes temas (la soledad, el desamor, la historia alemana y judía) con la cotidianidad específica de los personajes; prevalece el desenfado del tono con el que en la misma historia sucede tanto lo mínimo (llegar a una fiesta) como lo inesperado (las muñecas del bibliotecario, las prácticas sexuales entre Selin y su ex novio); hay una insistencia en la contemporaneidad de los espacios, los atuendos, el código social de los personajes. Creo que en estos dos últimos aspectos se funda la experiencia renovadora o refrescante que ofrece esta novela. Pienso que en estos dos aspectos deberían detenerse los autores colombianos que hoy publican novelas, habida cuenta de la aletargada solemnidad que domina la arbitraria serie de buenas y malas novelas, mal llamadas tradición nacional. Fíjense que no digo imitar: detenerse, reflexionar, para usar verbos imprecisos con los cuales señalar el ejercicio que subyace a toda buena narración.

Ariel Magnus nació en Buenos Aires en 1975. Estudió literatura y filosofía en Alemania entre 1999 y 2005. Aparte de los títulos mencionados, ha publicado la novela Sandra (2005) y un híbrido entre la crónica, el ensayo y la biografía llamado La abuela (2006), en el que un nieto cuenta la historia de su abuela judío alemana. En el 2010, apareció El hombre sentado, de la que se pueden leer apartes en internet y que, según el autor, está inspirada en la película de Roy Andersson Canciones del segundo piso. La novela Muñecas no se consigue en librerías. En cambio está en el catálogo de la Biblioteca de la Universidad Nacional. Allí mismo pueden hallar la novela Un chino en bicicleta, con la que, de nuevo en el 2007, Ariel Magnus ganó el aún más prestigioso (y jugoso) Premio de Novela La Otra Orilla, entregado por el grupo editorial Norma y Proartes. O Cartas a mi vecina de arriba que es de 2009. Estas dos últimas también están en la Biblioteca Luis Ángel Arango. De hecho, Cartas a… puede conseguirse en librerías. Considero a Ariel Magnus uno de los más destacados novelistas argentinos contemporáneos. Es más: uno de los mejores novelistas de la actualidad, ya que usar el apelativo nacionalista a la larga no es más que una limitante, un ejercicio restrictivo para un género (la novela) tan ambicioso como egoísta en cuanto a lo que admite dentro de sus predios (la ficción, o en plural: la ficción, la ficción, la ficción).

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