Una novela que tenía muchas ganas de leer, pero...


Vásquez, Juan Gabriel. El ruido de las cosas al caer. Bogotá: Alfaguara, 2011.

Por Lorena Iglesias


Un personaje conoce solo parte de una historia determinada y recurre a otro u otros personajes para armar el cuadro completo. Tal es el recurso de El ruido de las cosas al caer, la última novela de Juan Gabriel Vásquez, un recurso por lo demás efectivo para atrapar al lector, pues éste también querrá conocer lo que falta en la historia del protagonista. Es efectivo y es el mismo de Los informantes, la primera novela reconocida de este escritor. Repetir una estrategia no es necesariamente un defecto, pero puede dejar una impresión negativa entre los lectores que, como yo, siguen a Vásquez y están atentos a sus publicaciones.

La muy conocida obsesión de Vásquez con la Historia aparece de nuevo en esta novela. Por un lado, figuran esos grandes sucesos históricos, esas cosas aparentemente sabidas y comprendidas por todos, y, por otro lado, la historia que de verdad importa, las vetas, las historias más pequeñas que salen a flote una vez se comienza a escarbar en esos grandes sucesos que, de lo manoseados, han perdido los rasgos definidos, como pasa con las estatuas de los santos con alto número de devotos. En el lanzamiento de la novela que se realizó en Bogotá, durante la 24ª Feria Internacional del Libro, Vásquez dijo que no piensa en un tema cuando va a escribir, sino que parte de imágenes o de los pedazos de una posible historia; dijo que nunca se imaginó qué iba a pasar realmente con Laverde ni que su historia iba a terminar siendo lo que fue. Más allá de lo cierto de esa afirmación, sí es verdad que el tema histórico aquí no se impone a la anécdota que Vásquez quiere contar: es la novela de Yammara y de Laverde y de Elena y de Maya; no es una novela del narcotráfico. Los lectores de Vásquez pueden volver sin prevenciones al tema del narcotráfico, a los años del miedo, de las bombas, los atentados, porque tienen la seguridad de que no les contarán la misma historia.

Luego de la muerte de Laverde, Antonio Yammara se ve casi obligado a reconstruir la historia de ese hombre a partir de los escasos datos que tiene. Su miedo inicial se ve reemplazado de pronto por la curiosidad, por las ganas de saber más de ese hombre por cuya causa pudo haber muerto. Y así es como se va desenvolviendo la novela, que es entretenida, enganchadora, tiene un narrador que funciona, en fin, se pueden decir muchas cosas positivas al respecto. Vásquez puede ponerle cara, familia e historia de amor a uno de esos personajes siniestros que en Colombia suelen simplemente tildarse de criminales, de perversos. Y eso es bueno, por supuesto. También tiene un tono como el de esos parientes viejos que hay en cada familia, que vivieron muchas aventuras y saben contarlas bien; esa es una de las virtudes de sus narradores.

Todo esto porque viene un “pero”. Hace día vengo usando una frasecita, un lema, para referirme a las cosas que me gustan más de las novelas que me gustan: digo que tienen (o carecen de) tripas. Me dediqué pues a intentar definir a qué me refiero y puedo concluir, entre otras cosas, que la novela Alina suplicante, la segunda de Vásquez, que él ha marginado de todas las solapas y todas las reseñas de su vida y obra, sí las tiene (tiene muchas cosas reprochables, también). Puede que esté leyendo demasiado entre líneas. Tal vez se deba al Premio Alfaguara o a su columna de El Espectador, el caso es que hay muchas maneras en que se puede leer u oír hablar a Vásquez. Y su yo que opina, su yo público, parece ser un tipo de convicciones fuertes. Un tipo de convicciones fuertes que quiere ser un narrador bien particular: un narrador que poco se permite las cursilerías, que va obsesivamente tras su historia y que parece desprendido, pero se muere de ganas por entrar a opinar, por que lo vean.

Yammara, el narrador, es frío, un tanto cínico, desprendido; en teoría, no se permite sentimentalismos vanos. Hablaba con una compañera de clases y ella me decía que esa frialdad puede leerse como producto de toda la situación, puede resultar necesaria dada la naturaleza de las cuestiones tratadas en la novela, y sí, es una forma de verlo. Pero cuando hablo de “las tripas” me refiero a otra cosa, a la falta de algo que busco siempre en los libros que leo, a una suerte de fuerza, de remezón que pueden transmitirle a uno las palabras, la historia. Y Vásquez lo tiene por momentos, pero  no lo puede sostener. Como supuestamente es un narrador concentrado en la historia, cuando quiere usar un registro diferente, más subjetivo, tal vez, los resultados no suelen ser muy afortunados, y a veces son incluso risibles. Los símiles que Vásquez pone aquí y allá a lo largo de la narración son por lo general insulsos: recuerdo, entre otros, que el cielo estaba gris como la panza de un burro o que a un tejado le faltaban algunas tejas y parecía la boca de una anciana. Uno de los pasajes más fuertes de toda la novela, si no el más fuerte, dice así: “...un ruido que no termina nunca, que sigue sonando en mi cabeza desde esa tarde y no da señales de querer irse, que está para siempre suspendido en mi memoria, colgado en ella como una toalla de su percha” (83). Esa última imagen es tan absolutamente desafortunada que me reí: el momento era terrible, pero a mí me sacó una sonrisa, impertinente, sí, pero pasó.

Eso no quiere decir que la novela no enganche, que no se quiera leer, devorar. La curiosidad de Yammara nos conduce a distintos escenarios de la Bogotá de mediados y finales de los noventa —La Candelaria, el Centro, sobre todo—, luego a La Dorada a casa de Maya, hija de Elena (Elaine) y Laverde, quien en últimas provee la mayor parte de la información, a las ruinas de la Hacienda Nápoles y finalmente de regreso a Bogotá. La historia de Laverde trae a cuento eventos que, para Vásquez, han marcado a la generación de los colombianos, y de los bogotanos en especial, nacidos en los setenta: los crímenes de Galán y Lara Bonilla y las bombas en el edificio del DAS y en el vuelo de Avianca en que viajaría César Gaviria. Vásquez procura caracterizar a esa generación marcada por el miedo y la angustia. Ellos son quienes por temor dejaron de encontrarse en las calles y después de cada atentado debían localizar el primer teléfono para avisar que estaban bien o para saber si los suyos lo estaban.

Vásquez es muy buen narrador; sabe, para usar la imagen a que él mismo recurrió en el lanzamiento de la novela, qué hilos ir agarrando para tejer la historia de la mejor manera. Su forma de anticipar los momentos claves de la historia es hábil, es efectiva, es precisa. Y quisiera agregar emocionante, pero no, algo falta para usar, también, ese adjetivo. Hay una especie de sustrato irracional, inexplicable, sobre el que descansa una novela. Puede uno llamarle la pregunta que la novela se hizo o la inquietud que le dio lugar. Vásquez mismo habla de estas cosas, dice que uno escribe novelas para comprender, para saber más. Eso leí en una de las entrevistas a propósito del premio. Pero en El ruido de las cosas al caer falta eso inexplicable que trasciende la historia y toca otras fibras. En cambio, no queda muy claro cuál es la motivación real de Yammara como narrador (aparte de la mera curiosidad). Su propio drama no se resuelve en el curso de esa historia que recupera y en ese sentido la estrategia, tan efectiva en Los informantes, no es suficiente para enlazar todos los hilos que se proponen al principio del libro.

No resulta difícil ver por qué la novela obtuvo el premio de marras ni de dónde proviene el prestigio que Vásquez se ha agenciado como escritor. Y es precisamente a causa de su calidad probada que son más evidentes descuidos como los símiles desafortunados o detalles que no por cándidos son menos imperdonables: cumplido apenas el primer mes de embarazo, Yammara y su mujer asisten a una ecografía en la que extrañamente ya es posible conocer el sexo del bebé. Quizá estos descuidos tengan que ver con la prisa por publicar —por coincidir con las ferias del libro anuales—. Habrá que esperar si el premio le da la oportunidad de escribir con menos afanes, como lo repitió en numerosas ocasiones en las entrevistas de hace un par de meses. Como novelista, tiene el reto de seguir persiguiendo sus obsesiones y de evitar que sus estrategias narrativas se vuelvan simplemente fórmulas ganadoras.

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