K303 y de vuelta

 Reseña sobre Del agua al desierto

Por Ariadna Cortés

Bogotá queda a tres horas de Bogotá. La ciudad es hábil a la hora de expandirse en todas direcciones, trepando lomas, pisando ríos y cruzando pastos, sin embargo, el transporte no lo es tanto. Debo confesar que Del agua al desierto de Azriel Bibliowicz, es un libro que he leído exclusiva y sagradamente en SITP y Transmilenio y es, a pesar de los trancones y mi tendencia al mareo, una de las lecturas más amenas, pero, sobre todo, enriquecedoras que he tenido el placer de explorar. Quién se habría imaginado que, en las rutas largas, serpenteantes y recovecudas que nos depara el desplazamiento del día a día, fuera posible encontrar el camino perdido al centro de la ciudad misma y su gente. 

    Es sorprendente abrir un libro que contiene la historia que corre por las venas de las manos con que se lo sostiene y darse cuenta de que no conocemos la palma de nuestra mano tanto como creíamos. Uno que ha nacido, crecido y, testarudamente, permanecido en esta ciudad, confortado por el frío de la tierra que llama “suya”, se siente extranjero al escuchar los nombres originarios de los humedales, las sabanas y los cerros que han sido drenados, pelados y tapados con cemento para poner el metal con ruedas donde uno tiene los pies ahora mismo. Leer Del agua al desierto es darse cuenta de que la vida misma se ha ido secando, en tanto que uno la desconoce, la abandona y la deja quemar (así es en la tierra como con la identidad y la tradición). 

    Sentirse un extraño en su propio hogar es, sin duda, un vacío que pesa en el pecho, pero la magia de ser extranjero es conocer, y empezar a conocerse es un viaje que vale la pena emprender. Claro, una travesía como esta es mucho más reconfortante cuando se vive en compañía, no sentirse tan solo cuando la identidad está a la deriva calienta ese pobre corazón que, en la pérdida del confort de lo conocido, busca conectarse con una historia más auténtica, y yo nunca sentí frío al arroparme en las páginas de esta novela. Al aventurarse en el libro no hay que ir muy lejos para reconocer inmediatamente la conexión entre el que la lee, el que la vive y el que la escribe: todos hemos pasado por un aguacero que hace que se pandee el techo de la sala y que escurra el agua por todas las paredes de la casa, ya solo falta avanzar un par de páginas más para empezar a identificarse con el dilema de la identidad. Al mirarse la piel y no distinguir un color o una historia sólida uno se pregunta ¿quién soy?, ¿de dónde vengo?, y esa es una cuestión que nos acecha como latinoamericanos desde hace siglos: ¿indígenas?, ¿españoles?, ¿negros?, ¿cristianos?, ¿judíos?... El protagonista, David Goldstein (quien comparte varias características con su creador) es un hombre “judío-cachaco”, sociólogo y profesor retirado de la Universidad Nacional que se encuentra atrapado entre las travesías del amor/desamor y la redacción de su nueva novela. Tras una de esas lluvias típicas de Bogotá encuentra la inspiración: “Nosotros ahogándonos por la lluvia y el agua de la ciudad desapareciendo. ¡Qué tema! ¡Qué contradicción!” (p.28) y allí es cuando uno empieza a descubrir el mundo junto a él. La investigación de David sobre el agua es un hallazgo conjunto: uno que no tiene ni idea y él que se va enterando y nos cuenta todo lo que sabe y va aprendiendo. Esto convierte el texto en una preciosa amalgama enlazada por los diálogos, los diarios, las referencias literarias, los pensamientos y los saltos narrativos que van desarrollando la historia de los personajes y las problemáticas a las que se enfrentan y que, claro, son reales y que continúan ahora mismo mientras desnudamos la novela capítulo tras capítulo, entretenidísimos, en un vagón de Transmilenio. 

    Ahí, metido en su tubo con ruedas, uno empieza a sentirse avergonzado al caer en cuenta de que es el colmo que en un país tan lleno de agua solo la queramos poquita y caliente, salida de tuberías, allá donde no se vea ni nos ensucie la gabardina o el piso del balcón, cuando ella ha estado ahí desde siempre y fuimos nosotros quienes la invadimos, desplazamos y asesinamos, aun siendo nuestra dadora original de vida. El agua, madre y superficie de la tierra, nos dio su vientre para construir sobre él nuestro refugio, pero, ahora, que ha sido oprimida y reemplazada por la inerte selva de concreto, se ha visto convertida en una ciudad desaparecida. Azriel nos recuerda que allí en los barrios El Lago, Las aguas, El chorro y muchos más, había realmente cuerpos de agua que fueron el útero de nuestro pueblo; de esa ciudad de agua ahora no queda sino el nombre. 

    De lo más interesante de la amalgama es sin duda el mestizaje mismo que refleja, los personajes, que son variados en ascendencias y naciones, están dotados de información diversa, mitologías completas y relatos que vale la pena guardar, como que las flores son inteligentes, que los santos son mimetismos indígenas y que las diez tribus perdidas de Israel se esconden en el Cauca. Las relaciones entre estas personalidades tan complejas son enriquecedoras y nos mueven el corazón mientras seguimos atentamente su desarrollo y conexión. 

    Al recorrer las calles de Bogotá con el libro en las manos, los edificios y las casas se deconstruyen de a poquitos para mostrar en su contextura las veladuras que la historia ha superpuesto en toda la tierra con el pasar de los siglos, y uno, que vive en ella, también se desnuda poco a poco revelando capas que creía perdidas de identidad y conciencia histórica. Cuando el bus se detiene y uno se baja, sabe que el viaje ha terminado porque puede sentir cómo la tierra bajo sus pies cambia, no solo con el tiempo sino en los ojos de quien ahora la voltea a ver al notar su húmedo abrazo en las medias. La vista enternecida posada sobre una madre aún más tierna, y ya no le cabe duda al pensar que realmente la ama.

Sobre Ariadna:

Ariadna Cortez Guevara (2005) nace en el centro de Bogotá, ha vivido la mitad de su vida en el sur y la otra mitad en el norte: “Bogotá es mi ciudad”. Cumple su sueño de estudiar en la Universidad Nacional de Colombia, primero al aventurarse en la carrera de Estudios Literarios y próximamente en la carrera de Artes Plásticas. Le inspira la crítica social, desde la ficción especulativa hasta el retrato fiel de la cruda realidad.



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