Donde empiezan las grietas

Por Valentina Hernández Mendoza

Qué hacer con estos pedazos. Piedad Bonnett. Bogotá D.C.: Alfaguara, 2021. 168 páginas.
Qué hacer con estos pedazos. Piedad Bonnett. Bogotá D.C.: Alfaguara, 2021. 168 páginas.

    ¿Qué queda cuando has vivido la vida para otros? ¿Qué hacer con los silencios, las heridas, los deseos postergados? ¿Qué hacer con esos pedazos de vida que persisten, aunque intentemos ignorarlos? Esas preguntas me acompañaron mientras leía Qué hacer con estos pedazos, una novela en la que Piedad Bonnett transforma algo tan simple como la decisión de un hombre de remodelar la cocina —sin preguntar, sin considerar a nadie— en una grieta por la que se desmorona la historia completa de una mujer. 

    Emilia, la protagonista, enfrenta un quiebre profundo cuando su esposo toma esa decisión. Este acto, aparentemente banal, desata el desplome de viejas estructuras familiares, revelando heridas no cerradas: el silencio sobre un padre violento, la resignación de una madre, la distancia creciente con una hija que ahora la repudia. Todo lo que había aprendido a tolerar sin nombrar se quiebra en pedazos: en su biblioteca desordenada, en la memoria de los libros comprados con miedo y amor, en la visión de su madre planchando su rabia en los pisos brillantes. También en el silencio pudoroso de su padre anciano en la clínica, y en la mirada de su hermana, que juzga y confunde cuidado con control.

    Siempre he leído a Piedad Bonnett con una mezcla de admiración y miedo. Admiración, porque tiene el valor de escribir desde lo más íntimo; miedo, porque uno nunca sale ileso de lo que ella cuenta —al menos yo no—. Filósofa de formación, poeta, novelista, dramaturga y crítica, ha hecho de la escritura un modo de entender el dolor. En Lo que no tiene nombre, narró la muerte de su hijo Daniel con una vulnerabilidad imposible de fingir. En Qué hacer con estos pedazos, en cambio, no necesita grandes gestos para hacer evidente la tragedia que está en lo cotidiano: le basta una cocina, una relación madre-hija complicada, para que uno sienta el peso de heridas familiares y décadas de expectativas sociales sobre el deber ser de una mujer. La prosa sobria y cercana de Bonnett transforma lo cotidiano en señales profundas: desde los libros que nunca llegarán a leerse, el silencio cargado de rencor frente a las plantas que se marchitan, hasta la tensión palpable en sus intercambios con su hija. Son esos pequeños detalles, tejidos con concesiones y derrotas minúsculas, los que revelan una vida marcada por resignaciones y pérdidas silenciosas.

    Hay algo en Emilia que me dolió profundamente. Es una mujer cercana a los setenta que vive en Bogotá junto a un esposo que la acompaña más por costumbre que por amor. Después de una vida dedicada a cuidar a otros y a posponer sus propios deseos, duele verla aferrada a vínculos sin cariño visible, y aun así buscando —con una desesperación silenciosa— entender a los demás y encontrar un lugar en sus vidas. La relación con Pilar, su hija, es una de las hebras más crueles del libro: la distancia, la frialdad, los reproches pequeños que, como gotas ácidas van corroyendo su relación. Emilia recuerda la dulzura de cuando Pilar era niña, recuerda un cuerpo tibio en sus brazos y se pregunta, una y otra vez, en qué momento se rompió todo. No hay gritos ni explosiones, sólo un cansancio que erosiona poco a poco. Mientras observa la cocina vacía, la memoria la lleva a un recuerdo especialmente doloroso: el viaje que hizo tiempo atrás a Chicago para visitar a su hija y a su nieta; el yerno la trató con condescendencia, la niña apenas la miró, y Pilar la despidió rápido, como si le estorbara. En ese momento, Emilia no supo quién era. Y yo, como lectora, tampoco supe bien cómo sostenerla.

    Mientras leía, no pude evitar pensar en otras escritoras que me han acompañado en distintos momentos y que también han convertido lo íntimo en un espejo sobre lo social. Emilia podría haber salido de Léxico familiar (1969), de Natalia Ginzburg; ser una hija desencantada como las de Los años (2008), de Annie Ernaux; una madre furiosa y cansada como en Apegos feroces (1987), de Vivian Gornick; o una mujer marcada por la violencia cotidiana y las cicatrices invisibles, como las protagonistas de Las cosas que perdimos en el fuego (2016), de Mariana Enríquez. Siento que Bonnett conversa con todas ellas, pero desde otro lugar: una Colombia donde la violencia y el machismo son cotidianos y normalizados hasta el punto de volverse invisibles. Por eso no me sorprende que incluso los episodios secundarios —como la mención a Betsabé, la joven violada por soldados cuya historia Emilia intenta rescatar— recuerdan que lo personal nunca deja de ser político. Con esta referencia, Bonnet nos habla de cómo la violencia estructural y la impunidad afectan a las mujeres y cómo esas historias —aunque a veces silenciadas— forman parte de la memoria colectiva y personal de Emilia. Este entrelazamiento de lo íntimo y lo político muestra que las heridas familiares y personales no pueden entenderse sin reconocer el contexto social que las sostiene y perpetúa.

    Bonnett no se limita a repetir el modelo de la mujer sumisa y que aguanta todo: lo convierte en el corazón mismo de la novela. En lugar de presentar a Emilia como un simple estereotipo pasivo, la novela se adentra en las complejidades de su resistencia, mostrando cómo las múltiples renuncias y silencios que ha sufrido marcan su cuerpo, su memoria y su deseo. Así, la autora nos muestra cómo, incluso en la vejez, todavía hay un espacio para decir “yo”. 

    Lo que más me fascinó fue la forma en que Bonnett arma la novela: como si juntara trozos de memoria que no encajan del todo, pero igual se necesitan. Leerla es seguir el hilo de una mente que recuerda sin orden, donde una imagen llama a otra y lo olvidado aparece justo cuando creíamos haberlo enterrado. Esta estructura fragmentada refleja el proceso del duelo que narra la novela: no lineal ni ordenado, sino un flujo discontinuo de recuerdos y emociones. Las imágenes recurrentes —la ausencia de su hijo y las amigas que ya no están— funcionan como símbolos que tejen la experiencia emocional e íntima de Emilia. Su prosa es contenida, exacta, con la tensión justa para mantenerte entre la ternura y el desasosiego. Hay hilos que apenas se insinúan, preguntas que quedan abiertas, pero creo que ahí está su encanto: en lo que deja vibrando después. No busca cerrar, sino acompañar ese gesto tan humano de mirar la propia vida cuando ya no se puede volver atrás.

    En el contexto colombiano —y, en buena medida, latinoamericano— donde las mujeres todavía cargan con la obligación de soportar, donde la vejez femenina sigue siendo invisibilizada y la violencia doméstica se disfraza de amor, Qué hacer con estos pedazos adquiere un peso particular. Para mí, resulta la novela significativa porque revela esas estructuras sin necesidad de grandes denuncias: lo hace a través de una vida aparentemente común, desde la intimidad de lo que no se dice en voz alta. Emilia encarna esa generación de mujeres que aprendió a sostener a los demás antes que a sí mismas, y en su lucidez tardía encuentro un espejo inquietante de las historias de mi abuela, de mis tías, y de tantas mujeres cercanas. Bonnett, con su voz contenida y firme, demuestra que nombrar las heridas —aunque no se puedan cerrar— sigue siendo un acto de resistencia.

    Al leer la novela, me descubrí mirando mis propios pedazos. No sé si a todos les pasará lo mismo, pero a mí me dolió reconocerme en algunos silencios familiares, en culpas heredadas, en afectos que ya no supe sostener y ahora extraño. Esa es, creo, la fuerza de esta novela: no ofrece respuestas ni consuelo fácil, sino que abre un espacio —a veces doloroso, a veces liberador— para quien se atreva a habitarlo. Breve pero inmensa en su sinceridad, la voz de Bonnett —a ratos rabiosa, a ratos herida, a ratos tierna— acompaña sin juzgar. Al final, cuando Emilia imagina esa casa blanca y vacía, sólo suya, entendí que no se trata de recomponer ni de olvidar, sino de mirar lo que queda con verdad. Porque, aunque intentemos ignorarlos, esos pedazos de la vida siempre regresan, y tal vez en ese regreso empiece, por fin, la posibilidad de entendernos.

Sobre Valentina:

Nació en Ibagué en 2002. Es politóloga (reconciliada) y actualmente estudia de Estudios Literarios. Lectora empedernida de fantasía, aprendiz eterna de idiomas y orgullosa portadora de complejo de Barbie: quiere saber de todo, ser de todo y vivirlo todo.


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