El derecho —y la responsabilidad— de nombrar los puntos ciegos de lo humano

Por Ana María Cardenas Quimbayo


Degenerado, de Ariana Harwicz (2019). Barcelona, Ed. Anagrama, 128 págs.

“Violar a una mujer es entendible, pero a una niña…”, le oí decir a un hombre, mientras abría los ojos y con una mano se tapaba la boca, después de escuchar una noticia de abuso sexual infantil. Me sentí abrumada de escuchar que avalaba la violencia sexual contra una mujer, mientras que condenaba la ejercida contra una niña. La verdad es que, aunque ambos tipos de violencia se sigan perpetuando, la violencia sexual infantil es más ampliamente rechazada. Cada vez que aparece otro caso de abuso sexual infantil, las mismas preguntas se atascan en el aire perturbando las conciencias: ¿Por qué alguien haría algo así? ¿Por qué con una niña de ocho, de seis, o de hasta dos años? O, si le conocen personalmente y recién se enteran de lo que hizo: “¿Por qué nos hiciste esto?, todavía hay gente que te quiere, no puede ser verdad, es todo un pueblo que sufre y fue engañado”, como le interpela un vecino al protagonista de la novela Degenerado, cuando recién se entera del crimen de pederastia que cometió.

    Leer esta novela me hizo sentir incómoda, me hizo sentir que estaba del lado del victimario que abusó y asesinó a la niña por la que su abuela le reclamaba en el libro. Fue perturbador no solo dejarle hablar sino leer la historia desde su perspectiva, bajo sus propios términos. Sé que hablar de pederastia como una manifestación del deseo humano es doloroso, complejo, incluso cuestionable. Especialmente cuando ha acabado con tantas vidas y con el derecho de tantxs niñxs a vivir dignamente. Pero esta novela me hizo pensar que ignorar desde dónde opera el deseo de una persona pedófila —y por qué se manifiesta de manera violenta hasta convertirse en pederastia— impide que este patrón milenario de conducta sea reconocido, desentrañado y transformado. 

    En este contexto, este libro me demostró que la literatura tiene mucho por decir. Contar la pederastia puede ser una vía para tramitar simbólicamente una de las prácticas violentas más antiguas, y que más sufrimiento ha causado, en la historia del complejo espectro de lo humano. Bienaventurada la humanidad al saber que la escritura punzante de la escritora argentina Ariana Harwicz es inmune al llamado cultural —cada vez menos voluntario— a escribir conservando distancias con lo “políticamente incorrecto”, a escribir sin nombrar lo ominoso, lo horrible en lo humano. Desde su primera nouvelle Mátate, amor (2012), que forma parte de la tríada de novelas Trilogía de la pasión (2022) y que fue adaptada al cine bajo el mismo nombre, Harwicz ha ejercido plenamente y sin recelo su derecho a escribir sin censura, a narrar manteniendo la postura política que ella misma postuló en la revista Eterna Cadencia: “escribir sin ofender a nadie es un oxímoron”. Gracias a su compromiso con abordar lo que no se quiere narrar, y se quiere leer cada vez menos, su novela Degenerado (2019) sitúa simbólicamente, en el lenguaje y en el imaginario colectivo, una de las posturas perversas de nuestra época.

    Para contar esta nouvelle, Harwicz elige situar la narración en la subjetividad del acusado: un anciano pederasta señalado de violación y asesinato de una niña. Es él quien, en primera persona del singular, conduce el relato a través de un flujo de conciencia y de monólogos dirigidos tanto a los testigos de su juicio como a sí mismo. El resultado es una defensa que oscila entre confesión y justificación, enunciada por una voz delirante, cínica e introspectiva que instala a la lectora en una incómoda cercanía con el acusado. La prosa fragmentaria y cortante, hecha de frases que resuenan en el vacío más que de diálogos convencionales, intensifica esa incomodidad hasta volverla parte de la experiencia misma de lectura.

    La experimentación formal de Harwicz, que me recuerda a los monólogos interiores y al flujo de consciencia de Virginia Woolf, es llevada a un extremo más radical, pues desdibuja los límites entre diálogos, elucubraciones, confesiones, monólogos internos y externos: no hay un narrador externo que medie, no hay guiones para señalizar los diálogos, son apenas los juicios morales de los demás personajes los que permiten distinguir sus voces de la voz del Degenerado. En La señora Dalloway (1925) de Virginia Woolf, el flujo de consciencia capta la vida interior de lxs personajes principales en su inmediatez; mientras que en Harwicz, este recurso es el canal por el que circula esa realidad infame de la que no se quiere saber nada. De este modo, la escritora rioplatense convierte el flujo de consciencia en un territorio de confrontación política y estética. 

    Es la voz del anciano pederasta la que narra la interrelación entre sus experiencias traumáticas: su dolorosa relación con sus padres, su reclutamiento en la guerra, y la violencia que desconoce que ejerce. Un comportamiento que la sociedad insiste en condenar a ciegas, sin profundizar en la comprensión de las condiciones que lo posibilitan. ¿Cómo responder a este personaje cuando, por ejemplo, (nos) dice: “Ustedes no nos dan respuestas, solo se dedican a lo más fácil, a lo más pueril, nos oprimen y nos recluyen, nos borran la cara en las entrevistas, nos pintan las casas, nos desaprueban por retorcidos, tampoco es una mala cualidad, pero con nosotros nacerán miles de pedófilos nuevos”

    A medida que avanzaba en mi lectura, me preguntaba si no acierta en algo esencial: la reclusión, por sí sola, no hará —ni hace— que los pedófilos desaparezcan. Cuando el narrador cuestiona “Cómo se controla lo sexual. Cómo se controla lo que sea verdaderamente humano”, la novela no legitima la violencia sino que obliga a reconocer que las respuestas punitivas no bastan. ¿Acaso exagera al afirmar que “la venganza es la única forma de castigo que tenemos”? Más que reparar y restituir, esa venganza suele resultar ineficiente y a menudo contraproducente, ¿o es que la condena social y la reacción punitiva han mitigado los casos de abuso sexual infantil? ¿No será más bien al contrario? ¿No es la represión radicalizada la que exacerba la compulsiva profanación de aquello que debería ser sagrado: el respeto por la vida y el derecho a no ser víctima de abuso sexual?

    Además de los interrogantes psicológicos que este protagonista deja sobre la mesa, queda lo que resuena como eco en quien lo escucha. Para mí, que soy un alma que anida y acoge interrogantes y sombras, uno de los momentos que más recuerdo fue cuando el anciano se puso aún más reflexivo y, hablando de su experiencia en la guerra, de lo arbitrario que puede llegar a ser el carácter generalizante de la ley, (nos) pregunta “¿Cómo se juzga a un prisionero de guerra? ¿Como si hubiera vivido pacíficamente? ¿Como si no hubiera tenido desde la primera succión un cañón en la fontanela?”.  ¿Cómo se juzga a un adulto que emocionalmente no ha dejado de ser un niño? me cuestioné cuando leí sus desafiantes palabras: “No voy a cambiar mi declaración, no hice duelo de infancia, sigo gateando, sigo babeando, sigo en la sillita con babero”

    Leer esta historia focalizada en la voz del Degenerado es, como escribió el crítico literario Cristopher Domínguez, leer a un asesino que quiso ser pianista y adora no solo a Serguéi Rajmáninov sino también a Dinu Lipatti; es leer a un asesino que de niño intercambiaba los zapatos con su hermano; es escuchar de primera mano lo que tiene para decir un asesino que se asume como víctima. Es darle voz a un personaje ficcional que en la vida real sería objeto de repudio. 

    Ahora bien, sé —por lo visto en Goodreads— que, naturalmente, a muchas personas no les gustó el perturbador lugar de enunciación en el que Harwicz las posicionó. Después de todo, esta novela deja una sensación similar al agridulce efecto que causa la inolvidable novela psicológica La azotea (2001), de la escritora uruguaya Fernanda Trías, que también se construye desde una narradora que, sin pena ni gloria, transgrede otro de los fetichizados tabúes sexuales de nuestra cultura: el incesto. Tanto el monólogo interior de Trías como el de Harwicz develan una voz que incomoda porque expone un deseo transgresor llevado hasta sus más mortíferas consecuencias. Ambas autoras tienen apuestas literarias afines: recurren al monólogo interior para dar vida a narradores no confiables que exponen un flujo de consciencia con el que muy pocas personas pueden identificarse, dejando al descubierto lugares de enunciación que evocan desprecio y deseo de censura en el grueso de la población, porque son voces que proponen con palabras e imaginaciones una realidad radicalmente otra. 

    Habiendo dicho esto: reafirmo una vez más que esta novela está dirigida para quienes se inclinan por leer y nombrar aquello que comúnmente se censura. Y para quienes no lo están pero quieren salir de su zona de confort, también. No es una lectura cómoda ni conciliadora, pero sí urgente: pocas novelas me han empujado hacia los bordes de la ética humana con tanta intensidad. Leer todas las cavilaciones que tiene este contestatario protagonista a lo largo de la historia me abrió caminos de pensamiento no transitados, me puso de cerca un perfil psicológico que de no ser ficcional, difícilmente escucharía. En mi opinión, transitar por la palabra la violencia humana es empezar a hacer algo con ella, es por esta razón que estoy convencida de que acercarse a esta novela es acercarse a esas zonas vedadas que lindan con lo no dicho y lo no escuchado, con lo reprimido por la cultura; y bordear los puntos ciegos de lo humano —especialmente los más perturbadores— para nombrarlos en la ficción no solo es un derecho literario que se debe preservar: es también una responsabilidad colectiva, si aspiramos a seguir escribiendo, leyendo y denunciando la pederastia que sigue retornando, una y otra vez, en el cuerpo colectivo.    



Sobre Ana María:

Ana María Cárdenas Quimbayo (1999), rola de toda la vida, es una apasionada de la palabra hablada y escrita, del psicoanálisis y de la divagación introspectiva. Además de su interés por la literatura, en la que encuentra una potente posibilidad de adentrarse en la complejidad de la experiencia humana, Ana estudia concienzudamente para ser astróloga, pasión en la que encuentra una extraordinaria vía para adentrarse en la trascendencia de su existencia y de la de quienes la rodean.


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