Ecos de maternidad y espectros
Por Mariana Amorocho Uribe
| Los ingrávidos. Valeria Luiselli. Ciudad de México: Sexto Piso, 2011. 144 páginas. |
Hay novelas que parecen hechas de papel de arroz: frágiles, translúcidas, cuidadas al borde de la desaparición. Los ingrávidos, de Valeria Luiselli, quiere ser una de esas. Y en parte lo consigue: flota, se quiebra, se escapa. Pero esa apuesta termina siendo más sugerente como idea que convincente como experiencia de lectura. La novela me interesó por lo que intenta —mostrar el artificio de la escritura, los fantasmas de la memoria, los huecos de la maternidad—, pero sentí que, en el camino, la historia se me deshacía entre los dedos. No me parece una mala novela, pero tampoco una buena: queda en una especie de zona intermedia, más rica en promesas que en resultados.
Esta forma de escribir no aparece de la nada. Valeria Luiselli (Ciudad de México, 1983) ha transitado entre la crónica, el ensayo y la ficción. En Papeles falsos (2010) ya exploraba la ciudad, la memoria y el archivo personal como materiales de escritura; más adelante, libros como La historia de mis dientes (2013) o Desierto sonoro (2019) volverán sobre esa misma preocupación por las voces, los desplazamientos y las formas de narrar la experiencia. Los ingrávidos ensaya ese gesto en la ficción: una narradora que se mira escribir, que duda de lo que cuenta y de por qué lo cuenta. Es una propuesta coherente con su trayectoria, pero que en este libro mantiene más clara su intención que su efecto.
La novela está narrada por una escritora mexicana que, desde un presente doméstico marcado por la maternidad, un matrimonio que se insinúa tambaleante y la sensación de estar buscando una vida “literaria” que justifique todo lo demás, recuerda su juventud en Nueva York: los años en que trabajó en una pequeña editorial, la ciudad vista desde el metro, el recuerdo de algunos amoríos. Desde el inicio, el libro propone dos planos que se van contaminando: el de la madre que escribe entre siestas y desvelos, y el de la joven editora que inventa, persigue y reescribe la figura del poeta Gilberto Owen. A esto se suma un tercer registro, la voz del propio Owen, que irrumpe como si respondiera a ese llamado desde otro tiempo. El resultado es una novela que se cuenta a sí misma mientras se hace, que exhibe su estructura y nos recuerda, a cada rato, que estamos leyendo a alguien que está escribiendo.
Se entiende que la narradora escriba a saltos, en fragmentos breves, porque eso es lo que su maternidad le permite; se entiende que recuerde como quien hojea un cuaderno viejo, y que sus recuerdos sean menos una línea recta que un montón de escenas mal apiladas. Sin embargo, esa misma forma que sostiene el libro también le juega en contra. Más de una vez tuve la sensación de que los cortes y saltos no tensan la historia, sino que la diluyen: se abren conflictos —la sospecha de infidelidad, el desgaste de la juventud— que luego se dejan flotando. A ratos parece que la novela confía en que superponer tiempos y voces será suficiente para mantenernos dentro, pero no siempre ocurre así: terminaba más atenta al “dispositivo” que a lo que le estaba pasando realmente a la protagonista.
En el centro de ese desequilibrio está la figura de Owen. Al principio, su aparición me resultó sugerente: un poeta casi fantasma, desplazado, que parece ver y ser visto desde distintos tiempos; que la novela explorara lo que significa leer a un muerto, inventarlo, hacerlo hablar. No obstante, a medida que la narración avanza, Owen se me fue diluyendo. No termina de cuajar ni como personaje ni como espectro ni como verdadera obsesión de la narradora; se siente, más bien, como un recurso necesario para sostener el juego formal. Su historia se mezcla con la de ella, sus tiempos se superponen, sus ciudades se rozan, pero al final yo me quedé preguntándome qué aportaba realmente esa convivencia de vidas a la narración más allá de la bonita idea de que la literatura puede “hacerlos coincidir”; ¿no habría sido más incisiva la novela si se hubiera quedado en la intimidad de esa mujer que escribe, recuerda y se interrumpe?
Algo parecido me ocurre con los temas que la novela pone sobre la mesa: la escritura como artificio, la frontera borrosa entre vida y relato, la tensión entre el espacio vivido y el imaginado, la ciudad como escenario y como mito personal. Están ahí, enunciados, incluso nombrados por la propia narradora. Pero, en lugar de ir calando poco a poco en la trama, a veces se quedan como declaraciones de intención. Esa insistencia en recordarnos de qué trata el libro, más que reforzar su sentido, por momentos me sacaba de la lectura: sentía que se me estaba explicando aquello que la novela no terminaba de mostrar del todo. Ahí es donde la forma y el contenido empiezan a chocar. Entiendo, y me gusta, la idea de una novela que se escribe desde los espacios rotos de la maternidad: la autora que escribe mientras la hija duerme, mientras el hijo irrumpe, mientras el cuerpo es reclamado por otros cuerpos. Cuando Los ingrávidos se queda en esa zona, me parece más potente. Luiselli no idealiza la maternidad: la muestra como desgaste, ruido, cansancio, como un lugar donde la voz propia se interrumpe constantemente, pero aun así insiste en escribir. Esos pasajes, en los que la narradora se reconoce frágil, irónica, a ratos agotada, son los que más me conmovieron.
También hay momentos en los que la prosa brilla por sí sola. Luiselli tiene frases precisas que iluminan en una línea el cansancio, la ironía o el deseo de la narradora; el humor es discreto, casi seco, y funciona bien cuando se dirige tanto a sí misma como al pequeño ecosistema de la edición neoyorquina. Me interesó, por ejemplo y sobre todo en relación con mi propio proceso de escritura, el uso ocasional de la segunda persona: cuando la narradora se desdobla y se habla a sí misma, se abre una grieta rara, como si nos dejaran ver a alguien que se mira escribir. Ese recurso no aparece todo el tiempo, pero cuando lo hace le da a la novela una vibración particular, una cercanía que desarma un poco el dispositivo intelectual. Tal vez por eso me quedé con la sensación de que hubiera querido que el libro insistiera más en ese gesto, lo llevara aún más lejos.
La novela se inscribe, además, en una corriente latinoamericana que mira hacia la memoria, lo espectral y lo íntimo desde lo fragmentario. Es inevitable pensar en Pedro Páramo cuando los muertos empiezan a hablar y los tiempos se cruzan, o en ciertas novelas de Cristina Rivera Garza donde el cuerpo se vuelve casi fantasma de sí mismo. También me vinieron a la cabeza libros como Formas de volver a casa de Alejandro Zambra o El cuerpo en que nací de Guadalupe Nettel, que escriben desde la ruina del recuerdo más que desde su reconstrucción. En ese paisaje Luiselli no busca imitar esas voces, se inscribe en ese mismo gesto: el tono medio brumoso y etéreo, la apuesta por contar desde lo que se tambalea.
Con todo esto, vuelvo a la pregunta que me hago al terminar cualquier reseña: ¿leería de nuevo este libro?, ¿se lo recomendaría a alguien? Con Los ingrávidos, mi respuesta es ambivalente. No es una novela que volvería a leer ni sería la primera que pondría en manos de alguien que me pide “recomiéndame algo que te haya gustado mucho”. Pero tampoco me parece un fracaso ni una mala novela. Me deja la impresión de un intento honesto, de una autora que juega con materiales que me interesan —la maternidad, la memoria, el artificio de la escritura, los fantasmas literarios— sin que lleguen a ensamblarse del todo.
Entonces, ¿por qué leer esta novela? Porque, a pesar de sus vacilaciones, hay algo auténtico en ella. Porque no pretende ser grandiosa. Porque no romantiza la maternidad. Porque se permite escribir desde el cansancio, desde la ambigüedad. Es un libro para quienes leen con paciencia, para quienes disfrutan del detalle y del tono, para quienes no necesitan que todo se resuelva. Para quienes creen, como yo, que escribir también puede ser quedarse a vivir en una frase que no se cierra.
Los ingrávidos es una novela que a veces se desvanece entre sus propios hilos, pero que, justo por eso, puede tocar fibras inesperadas. Lo que más valoro de este libro no es la historia que cuenta, sino la pregunta que deja flotando: ¿cómo se escribe cuando ya no se es solo una? ¿cómo sostener una historia hecha de interrupciones? ¿Qué voz sobrevive cuando todas las otras nos interrumpen? Y si una está dispuesta a seguir su ritmo, aceptar sus pausas, dejarse llevar por sus fantasmas, puede encontrar ahí un espejo tenue, como los vidrios empañados por dentro. De esos que no reflejan con nitidez, pero igual devuelven una imagen. Y a veces, con eso alcanza.
Mariana Amorocho Uribe (2004) hace parte del programa de Estudios Literarios en la Universidad Nacional de Colombia. Lee y escribe pensando desde la memoria, el cuerpo y sus cicatrices. Entre seminarios, reseñas y proyectos editoriales, intenta que la escritura siga siendo un lugar habitable: un espacio donde pensar(se) con otros y hacer de la experiencia —por más dolorosa que sea— una conversación posible.
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