El Pasado Hoy

Reseña de:
"La casa grande" de Álvaro Cepeda Samudio.
Por: John Meza.

A uno le proponen un tema y parece que se lo propusieran ya digerido y discutido. Le hablan de violencia y ya le dan las novelas y los cuentos que muestran lo violento en la sociedad. No veo para qué hacer los mismos comentarios de las mismas obras cuando uno aborda un tema tan amplio en puntos de vista, posiciones ideológicas y estilos literarios. Así me acerco a La casa grande de Álvaro Cepeda Samudio: con la gana de no leer, ni oír, ni decir lo mismo sobre lo mismo, como cuando prescindí de la lectura de Crimen y castigo para pasar a los Karamazov sin importarme mucho que la primera tuviera más reconocimiento. Creo que así es mejor, desconfiar de lo que se dice porque de lo que mucho se habla poco se lee.

La casa grande se ha ganado su lugar, pero no tiene nada de malo que lo recordemos y que digamos por qué. Primero, es extraña, fragmentada en su trama, el lector no termina de entender sino cuatro o cinco cosas que quedaron explícitas: que hubo huelga, que hubo manipulación y que hubo que matar a los huelguistas. No es importante que se sepa de qué se habla tan pronto en la narración, es claro que la obra muestra a su manera, y esto me parece lo más importante, la violencia y el juego político detrás de la masacre de las bananeras en 1928. No es importante, o mejor, no es tan importante, porque lo que hace nuestro segundo mejor narrador costeño del cual sí nos debemos sentir orgullosos porque no tuvo tiempo para escribir tan mal como el otro, es darle giros y vueltas al problema, al evento, sus circunstancias, antecedentes, consecuencias y ecos; pero no lo hace desde la mirada completa a la sociedad, sino desde personajes particulares aunque sin nombre que permiten ver a la vez el drama individual y las posibilidades de que ese drama nos llegue a todos.

La novela es el pueblo mismo sufriendo los estragos del odio que se asienta, que parece que siempre ha estado allí, y la historia de cómo todos los que llegan se sienten odiados o incitados a odiar. Los personajes más fuertes se dibujan en función de ese odio que todo lo ha acaparado y que todo lo consume porque es la naturaleza misma y siempre va a serlo, ya sea en la concreción de una masacre o en el asesinato de quien la provocó, creando el círculo que funda el mito de la violencia hereditaria, de la sangre que reclama la tradición del odio.

Cepeda va y viene y vuelve; como sus secuencias de actos que se perpetúan en un constante y. Le habla a los sin nombre y les reclama su actitud hostil hacia el pueblo y los culpa de seguir en el orgullo de las generaciones del odio. Le habla a un tú contaminado por el ansia de no verse derrotado en la batalla que el lector sabe tiene un trasfondo de motivos económicos y de los intereses de “La compañía”. No le da miedo mostrar el incesto, la corrupción y la perennidad de la sangre que lleva el odio, de la sangre que reclama más sangre cada vez que quiere autonombrarse.

En el pueblo hay una atmósfera de podredumbre que tiene los orígenes en los del pueblo mismo. En el pueblo no sólo pasan cosas terribles, sino que le pasan a personas que se saben parte de ese juego odiado que se perpetúa en todas las direcciones del tiempo y del cual ya “tranzaron las reglas y anticiparon el final: es decir: que no habría final”. El pueblo se pudre y con ellos los personajes más duros y los más cándidos se pudren dentro de la costumbre que trae el odio, y conforme se van quedando en el pueblo, se les va acabando la vida. La periferia del pueblo es la que tiene algo de vida en la que se mueve algo de esperanza que se acaba finalmente con la certeza de que todos son parte de ese odio infinito que se asentó en el pueblo y que cada vez que llega alguien llega de nuevo como si fuera la primera vez.

El lector siente casi en el cuerpo el “olor salitroso” de todo lo que hay alrededor y es testigo en carne propia de los abusos de lo violento que traspasa el imperio de lo físico para invadir lo psicológico sin llegar a desvincular totalmente al personaje de su realidad inmediata. Más bien lo psicológico en La casa grande consiste en el sufrimiento interno (la procesión va por dentro, dicen) de cada personaje en la manera de interpretar lo que está allí afuera, en el mundo.

Gran parte de la virtud de la novela, y por lo que más la recomiendo es que va más allá en el tiempo, es decir no se queda en la masacre, en el acto, en el muerto (para lo que habría sido suficiente el primer capítulo) sino que trasciende el hecho para cuestionarlo desde un futuro narrativo, desde un ahora en el que no importa cuánto odio haya habido, sino la relación de cada uno con ese pasado y esa tradición de odio que amenaza con perpetuarse. Los personajes finales, que lo observan todo desde un después, se cuestionan con la lucidez que sólo puede ser producida por el hastío de tanta violencia y odio. ¿Y ahora qué? ¿Ahora después de tanto habrá que seguir?

Es, además, una oportunidad (no diría magnífica para no acartonar la novela en literatura reveladora de las verdades universales ni de las miasmas etéreas del mal), una oportunidad para preguntarnos desde hoy qué tal le vamos a los conflictos y las violencias del país y del mundo (violencias porque son muchas, como Legión) Si tan sólo nos preguntáramos, aunque sea para contestarnos que no valía la pena preguntar, qué somos nosotros en relación con ese pasado que está ahí, presente, qué pitos tocamos o si es puro tilín tilín lo de la preocupación por la realidad que tanto le exigimos a la literatura hoy, si tan sólo releyéramos y no nos quedáramos en el ejercicio autista y escapista del esnob, las respuestas a un tema no serían las mismas siempre, ni la literatura se agotaría en “la interpretación” y ya. A ver: lea y diga.

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