La angustia de estar vivo
Por: Lina Marcela Pérez Arenas
Cuántas veces he deseado que la angustia se silencie, el dolor, la pena, la tristeza. Es difícil, en especial en estos días de cuarentena en que todos los días parecen ser los mismos. El tiempo pasa—eso dice la fecha—pero yo me siento en un eterno retorno de estar en el comedor desayunando, en una silla estudiando y en mi cama durmiendo. Al menos me he encontrado con novelas que me acompañan en estos días que como diría Juana, son cuartos vacíos e idénticos que uno va llenando de recuerdos. En mi caso, lleno los días de recuerdos con amigos, de bailar hasta el cansancio y hazañas sencillas como caminar en la calle sin tapabocas—o caminar en la calle—. El caso de Juana es más melancólico, por supuesto, y tengo que confesar que me ha sacado más lágrimas que casi cualquier otro libro. También me ha hecho quererla más, desear que otros también la vean y que terminen por leerla dos y más veces, como yo.
Juana es una niña con una piel de arcilla como la de su padre que con no más de cinco años, se va a nadar en el mar, atraviesa bosques y recorre castillos desde su cuarto. Su imaginación, su inocencia y el amor por su padre son tan grandes que su realidad va a empezar a mezclarse con la fantasía y el sueño cuando se entere de su muerte. ¿Qué acontecimientos la marcan? ¿Qué acontecimientos nos marcan? ¿Qué decisiones nos llevan a la locura? ¿Qué heridas no terminan de sanar nunca? Todas eran preguntas que surgían en esas pausas para almorzar o tomar algo en las que, sin leer, la historia continuaba en mí. Habría deseado terminar la novela de un solo tirón, saber qué pasaba con Juana, sentir la herida abierta y el dolor como ella parecía sentirlos, pero no pude. Las sensaciones eran demasiadas.
Como si fuera poco, la narrativa de Iriarte era tan fuera de lo común que me veía obligada a parar y a darme cuenta de que en mis ansias de saber lo que pasaba en el mundo de Juana, mi entendimiento se quedaba atrás. Cómo explicarte, lector, que la novela parece hablarte a ti cuando la voz narrativa se desliza entre el yo y el tú. Te pregunta, digo, le pregunta a Juana, ¿recuerdas? ¿Recuerdas, Juana? Y entonces uno quiere saltar y callar esa angustia y decir que sí, que sí recuerda, pero no. Sólo queda escuchar a esa voz que se confunde a veces porque también quiere decir recuerdo, sí y que nos habla desde un domingo en el que todo esto ya ocurrió y Juana es también un recuerdo. Nos habla desde un presente en el que la pequeña Juana que estamos conociendo ya no existe, la muerte de su padre y de su abuelo, la madre que la odiaba, los niños que se burlaban de ella en el colegio, el mar, el bosque, el castillo y las figuras, nada de eso existe, pues ella ha renunciado al dolor de su pasado y a su fantasía.
Mientras la narración avanza, aprendemos que esta voz ha pasado años tratando de ayudarle a comprender qué ha pasado, ha vivido con la culpa y con la resignación de saber que el recuerdo no es la vida y que ya no puede cambiarse. La voz es ambivalente en la historia, pero siempre es una voz protectora. Aunque otros la han llamado consciencia, yo no estoy segura de que ese sea el mejor término para describirla.
En la primera parte de la novela, “La mañana” la voz nos cuenta los cambios que trae la muerte del padre en la vida de Juana, el funeral, el trasteo y las nuevas personas que conoce en la pensión. En estas páginas, Juana empieza a perderse poco a poco y la voz narrativa intenta mantenerla en la realidad, pero no puede. Nos damos cuenta de que todo lo que le duele a Juana, lo olvida para vivir un eterno presente de “escenas simultáneas” en el que no existe la muerte. En la pensión, Juana conoce a un viejo amigo de su padre, don Jesús Paredes, que le cuenta que ella le recuerda a su hija de 10 años, una niña que se ahogó hace mucho tiempo en un río. Mientras Jesús Paredes encuentra en Juana el recuerdo vivo de su hija, Juana encuentra en él a un amigo a quien abrazar y que, sin embargo, no es suficiente para retenerla en la realidad. Pronto se imagina amiga de Rosarito y empieza a jugar con ella y a contarle a su padre las anécdotas del día. Le cuenta sobre el cuarto en el que está la señora y se guarda las historias sobre Mateo, el pintor que todos los días la deja entrar y ver las pinturas que hace, en especial, guarda el romance que sostiene con su madre, lo esconde muy dentro de sí.
En la segunda parte de la novela, el tono de la narración se hace más lúgubre, el día cae y suenan de fondo las campanas, pero Juana ya no las recuerda. Algunas escenas de la primera parte se reformulan en “La tarde”, quizá la más importante es en la que su madre entra a su antiguo cuarto a decirle… decirle… Sí, nosotros ya sabemos que su padre está muerto, que eso es lo que le dice, pero Juana ya lo olvidó. La voz narrativa que antes trataba de mantenerla del lado de la realidad comprende que esa realidad es demasiado dolorosa y que Juana no podría tolerarla. En esta segunda parte, empieza a protegerla del recuerdo y se refugia en la fantasía hasta casi el final de la novela.
En la pensión viven otros personajes como Madame, la mujer a la que su amante abandonó; Barbarita, la negra que cuida de Juana y de la pensión; don Jesús Paredes, que se quedó solo tras la muerte de su esposa; el estudiante de derecho que se la pasa estudiando solo. Cada uno ha tenido que pasar por la pérdida o el abandono y guardan recuerdos de tiempos mejores, sin embargo, son capaces de reconstruir sus vidas. Conviven entre sensaciones agridulces, en especial al final de la novela, donde todos se ven obligados a cargar con la culpa de haber sido testigos del camino hacia la locura de la pobre Juana.
Nosotros, tú y yo, lector, a veces también hemos querido evadirnos de la realidad. Apagar lo que nos consume y despertarnos cuando septiembre acabe y ya no nos quede más dolor. A veces desearíamos estar seguros de que no hubo nada que hacer, quedarnos con la tranquilidad de haber hecho todo lo posible por salvar a alguien. Quedarnos con nuestros abuelos, padres, hijos, hermanos o amigos que la muerte se llevó. Con los amores pasados que nos dejaron un poco menos vivos. Con el recuerdo de tiempos mejores y la ilusión de vivir en él.
O quizá no.
Quizás, tú, lector, crees que cada acontecimiento y decisión tomada nos hace ser quienes somos y prefieres quedarte con el dolor de sentir, de ser, de estar vivo.
Iriarte, H. (1989). ¿Recuerdas Juana?. Bogotá, Colombia: Carlos Valencia Editores Dos.
Sobre Lina Marcela Pérez Arenas:
Mitú, Vaupés, 2001. Estudiante de Estudios Literarios. Hecha de los pedacitos de las ciudades que la habitaron. Apasionada y soñadora. Le interesan: los proyectos de creación, edición, traducción y promoción de la literatura y la cultura. Sede Bogotá. Contacto: lipereza@unal.edu.co
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