VUELO DE UNA PÁJARA SIN ALAS

Por Manuel Alejandro Briceño Cifuentes


Un pueblo ignorante es víctima de la incomprensión y la desidia.

Jorge Eliécer Gaitán

“Y no sé por qué la gente pierde la memoria. Se olvida. Pasan diez años y es como si no hubiera sido más que un aguacero aquel diluvio que nos dejó el país inundado tanto tiempo” (153). La pregunta no puede ser más retórica. Aquella frase es digna de convertirse en un mantra para muchos de nosotros, en un refrán más, en una muletilla autóctona de un país que usa el olvido como un paraguas para resguardarse de la realidad que nos inunda todos los días. Es un mantra, aunque sea, para Ana, la narradora de Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón, que ve en aquella sentencia la explicación de su propio mundo y del eterno retorno que tienen las cosas en su vida. Ella se pregunta constantemente por la memoria, por las maneras como los recuerdos vienen y van, como la inundan, como giran y se deshacen en partículas que se agrandan y se minimizan en la conciencia sin orden alguno. Su cosmos, “inflamado de imágenes sin lógica” (12), la lleva a mirar para atrás, a rebobinar ese casete llamado “historia” para comprender un presente que se difumina entre ensoñaciones dolorosas y una insondable decisión que se dilata y se ahoga cada vez más en el tiempo. Así como en un diluvio toda la tierra se cubre de agua, Albalucía Ángel con un estilo distinto al de su época, con una escritura completamente atemporal, nos muestra a través de la conciencia de su protagonista cómo nuestra historia, nuestra propia memoria, ha estado empantanada en el olvido y sumergida por varios años por ese aluvión que llamamos violencia. 
Pero como si fuera un reflejo de su propio país, Albalucía Ángel también ha estado en el olvido de una parte de la crítica literaria colombiana que se ha negado constantemente a reconocerla tal vez como una de las mejores escritoras del siglo XX, ya sea por su estilo complejo y sensorial que nos exige a nosotros como lectores que seamos avezados y abiertos a nuevas formas de narrar, o por el simple hecho de que fue una mujer la que pudo escribir de manera novedosa, realista y descarnada la verdad de un país que se niega asiduamente a reconocer y asumir. 
La mayoría de sus novelas han sido publicadas fuera del país, y aquellas de las que se ha hecho alguna edición en Colombia no han tenido ni buen viento ni buena mar. Para muchos de nosotros, que somos sus lectores asiduos, Albalucía Ángel se ha convertido en una escritora de culto, que nos atrapa en sus redes desde las primeras páginas con su prosa directa que intenta recrear el habla popular de una manera distinta a la que ya se ha hecho en la literatura colombiana. Pero el cebo con el que logra pescarnos es la forma que le da a su discurso, su manera de construir —¡y deconstruir!— experimentalmente la novela como género narrativo. Su mirada aguda y crítica, reforzada por años de lectura de libros de arte, ensayos, historia y literatura, se ve representada en Estaba la pájara pinta a través de un estilo que es completamente auténtico y novedoso, como lo fueron en su momento las plumas de Woolf y Joyce, que logra de manera fluida y sin cortapisas mezclar diversos discursos —literarios y no literarios— para entregarnos una novela histórica que hace una nueva lectura, una más subjetiva y estética, de los hechos que iniciaron el período histórico colombiano conocido como La Violencia. 
Ganadora en la Bienal Nacional de Novela Vivencias en Cali en 1975, Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón nunca vio la luz por esos años teniendo en cuenta que el premio suponía su publicación. El editor a cargo se negó a imprimirla debido a su contenido, y la prensa desaforada del momento la trató como si hubiera sido una cuestión del azar el que Albalucía Ángel haya podido alcanzar ese mérito en el campo de las letras colombianas. Fue hasta 1979, que Gloria Zea, la directora en ese momento de Colcultura y del Museo de Arte Moderno de Bogotá, tomó a cargo la publicación e impresión de la primera edición de la novela y la pudo dar a conocer al público. De esta forma, tanto la autora como su novela han pasado por una odisea que las ha hecho recorrer una travesía compleja, con ires y venires, llegando a distintos puertos en los que han podido, luego de muchos años, poder ser escuchadas y leídas de una manera moderna, más abierta y sin restricciones, por un público que busca entender un pasado que aún le cuesta comprender.
Luego de iniciar su experimentación literaria con sus primeras novelas —Los girasoles en invierno (1970) y Dos veces Alicia (1972)—, en las que fue forjando las bases de su estilo, Albalucía Ángel inició su tránsito hacia una madurez narrativa con esta novela al hacer una ruptura completa con lo que había escrito hasta ese momento. Es la escritura al borde de la muerte, de la “muerte definitiva” como ella la llama, la que catalizó la creación y la escritura de Estaba la pájara pinta. Luego de sufrir un fuerte accidente en Europa, en la que queda casi desahuciada, Albalucía toma la decisión de venir a morir en Colombia, de volar hacia su tierra natal como una pájara malherida busca en su nido el refugio de sus últimos momentos. Estando ya en el país, atraviesa un viaje sanador que la transforma espiritualmente, y literariamente, saliendo de ese estado tanático con una potencialidad creadora que va más allá de lo tangible. Es esta nueva existencia la que le permite ver de una manera distinta la historia de su propia nación. Se da cuenta del precio que tiene el silencio y el olvido en nuestra sociedad, aquella en la que morimos día a día sin poder narrar nuestra propia historia, como si el país y los que habitamos en él fuéramos los que estuviéramos desahuciados. 
Bajo los ecos del homenaje de los 25 años de la muerte de Jorge Eliécer Gaitán, Albalucía Ángel recorre los archivos de los diarios buscando entender aquellas piezas que la historia no logra hacer encajar en sus discursos oficiales. Habla con las personas que estuvieron ahí en ese momento, busca en las palabras de esas otras personas ignoradas por la historia aquellos retazos de memoria que logren llenar los vacíos por los que el agua sigue inundando de olvido e indiferencia la conciencia de su generación. Así, con una maleta llena de papeles, y con una idea ya diáfana de cómo escribir, Albalucía suelta su pluma al vaivén del fluir de su conciencia, sin ajustarse a ningún programa o esquema más allá que el de tratar de ser fiel a su propia memoria: cadáveres, personas, risas, lágrimas, cuerpos, sangre, sudor, dolor, placer, canciones, gritos, patria, nación… ironía pura que se conjuga con una circularidad eterna que no cesa de repetirse en el lenguaje mismo. 
Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón es una catarsis colectiva de un país que ha reprimido constantemente su pasado, que se niega a escuchar las voces de quienes han vivido la historia misma. Albalucía entendió, en los linderos de su muerte, que nadie de su generación había escrito esa realidad, esa historia, y que era ella quién debía contarla. Por eso es tal vez la novela más difícil que ella ha tenido que escribir, porque a diferencia de sus dos primeras novelas, en las que su imaginación podía fluir libremente por sus letras, Albalucía no se permitió inventar en la pájara absolutamente nada, solo consintió que la ficción fuera el molde en el que pudiera poner su propio relato. 
Su lectura requiere dedicación y calma, más tampoco exige una rigurosidad absoluta. Los personajes que guían la narración van adquiriendo corporalidad y sentido a medida que uno avanza en sus páginas. De esta manera Ana, la narradora que le da existencia a la conciencia de Albalucía en la novela, engloba en su memoria un mundo que no para de avanzar, de inflarse de imágenes que no cesan de proyectarse en nuestros ojos como si fuera una película que va llevándonos a través de sus pensamientos y recuerdos a conocer la historia de una mujer y de un país que están íntimamente entrelazados. Como lo dijo en una entrevista muchos años después: “era la novela de mi vida, de la vida de todos los colombianos. No podía inventar nada en ella”. Es esa representación de la realidad, de la misma subjetividad, de lo imposible de representar en la literatura, la que hace que esta novela alcance esos tintes poéticos, sublimes, casi de mantra, que nos conmueven pero nos sacuden a la vez. Si la verdadera literatura tiene como finalidad incomodar y no entretener, sin lugar a duda Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón tiene todos los elementos para ser considerada una verdadera obra del canon de la literatura colombiana, y por qué no, universal.
Sobre Manuel Alejandro Briceño Cifuentes
Bogotá, 1987. Psicólogo con énfasis en estudios psicoanalíticos de la Universidad Nacional de Colombia. Actualmente se encuentra terminando su segunda carrera en Estudios Literarios en la misma universidad. Intereses: Edición, literatura, viajes, idiomas y jugar con gatos. Correo: manuel393@gmail.com

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