LA RESPIRACIÓN DEL PANDA
Era otro día más de atender a niños y a padres, de escuchar las preocupaciones de unos y observar la despreocupación de otros. Llevaba ya algún tiempo ejercitando la profesión de atender a familias, y a diferencia del entusiasmo que tenía cuando comencé a trabajar, me sentía un poco agotado y desbordado por los últimos casos que había estado recibiendo: padres iracundos y frustrados que no sabían cómo comunicarse con sus hijos, a los que concebían como seres de otro planeta. “Una raza diferente”, decían unos; “parece que hablaran en otro idioma”, refunfuñaban otros. Lo único que me daba un poco de aliento en ese momento era pensar que por fin tendría, luego de casi más de un año y medio de trabajo continuo, una semana libre de vacaciones.
Mientras me apuré para salir del consultorio y llegar al terminal a tiempo, intentaba organizar todo el material que tenía pendiente para revisar en esos días. Aunque deseaba dejar de lado todo el trabajo, me era imposible “compartimentar” mi vida personal y mi vida laboral. Había optado por avanzar en la lectura de algunos artículos sobre patrones de crianza contemporáneos, nuevas infancias del milenio y algunas miradas neopiagetianas sobre el desarrollo infantil. Junto con todo el material “psicopedagógico” que tenía arrumado en mi maleta de viaje, estaba una vieja novela que me había regalado hace algún tiempo la madre de una paciente que había viajado a la India para conectarse con su hija de cinco años, quién se rehusaba a hablar desde su nacimiento. El empaque del regalo estaba casi intacto, tal vez un poco arrugado por los pliegues de la maleta y la costumbre de estar guardado desde el momento en que me lo habían entregado.
Al tomar la flota y estar por fin acomodado en la silla asignada, busqué en mi maleta algo para leer en esas cuatro largas horas de viaje. Saqué primero el artículo de las miradas neopiagetianas, pero luego de leer la primera línea me sentí transportado a mi silla del consultorio, y llevado por un movimiento inconsciente, lo guardé de manera casi automática en la maleta. En eso, mis dedos tantearon el paquete de regalo que dormitaba hace meses ahí, y llevado por el tedio y el cansancio académico, decidí curiosear finalmente su contenido.
El libro, en cuya portada se dibujaba una sombrilla roja que resguardaba bajo sí una nube azul con lluvia, tenía un título que me recordaba a una cierta novelita “maravillosa” de Carroll. Su autora tenía un peculiar nombre que no sé porqué me recordaba el dibujo de uno de mis pacientes, el cual había garabateado en una de sus sesiones a un ángel que bajaba de las estrellas con la luz de la primera mañana. Lo curioso del asunto es que dentro de la novela había un paquete de copias impresas de un blog llamado One Breath, bajo las cuales se leían las siguientes palabras: “La Cartilla Del Panda. Manual para padres, abuelos y maestros de 3er. milenio encargados de la educación de la criatura dorada”. Tentado por la curiosidad empecé a leer esas copias, pensando que tal vez la madre de mi paciente había dejado “accidentalmente” esas notas de consulta.
Sabía muy bien que su viaje a la India no había sido una casualidad del destino. Ella llevaba un tiempo indagando en la filosofía oriental hinduista y en las maneras de concebir el mundo, y a las personas, desde otro lugar que no fuera el rígido pensamiento racional occidental. Se había cansado de los médicos y especialistas que le habían dicho que su hija tenía un defecto de nacimiento y que la biología pesaba más que el amor. Eran frases frías y duras que se había rehusado a aceptar, pues ella en su distancia, y su hija en su absoluto silencio, se comunicaban a través del corazón. Era algo que me había dicho miles de veces en consulta, y que para ella no tenía mucha explicación. Las palabras con las que ella estaba acostumbrada a describir su mundo no le bastaban para poder narrar cómo era ese sentimiento que la conectaba con su hija. Por eso, había decidido —a pesar de dejar su matrimonio— buscar otros horizontes que le permitieran entender a su hija galáctica, que era el adjetivo que últimamente usaba para referirse a ella.
Mientras la flota tomaba finalmente la carretera fuera de la ciudad, mi lectura avanzaba entre preguntas y confrontaciones. Me sentía en momentos leyendo un cuento de Bradbury, pero con la solemnidad y la interioridad de la literatura mística del siglo XVI. En otros tramos leía frases y palabras que me recordaban a un antiguo profesor de yoga que había tenido en mi época universitaria. Era como un collage de ideas y pensamientos que me llevaban fuera de este mundo a pensar en la Era de Acuario, en la madre Gaia, en el prana, el chakra y el aura. Todo esto era importante si quería entender quiénes eran estas nuevas presencias de las que hablaba su autora, Arathía Maitreya, seres que habían llegado a habitar la tierra con el único propósito de sanarla. La cartilla las llamaba “La criatura dorada”, una nueva raza de seres con una conciencia diametralmente opuesta a la que ha tenido el hombre en el último milenio.
Entre las primeras explicaciones que hacía el manual del color, la imagen y el sonido en estos niños contemporáneos, sentía que en mi cabeza se manifestaba una pequeña conciencia de la cual no me había percatado hasta el momento, pero que parecía querer luchar contra eso que leía tan fervientemente. Una entidad piagetiana que me incitaba a dejar esos papeles y volver a los otros más “serios” que había guardado. Luchando contra ese noúmeno extraño, avancé movido por el deseo obsesivo de terminar la cartilla y no dejarla a la mitad. Fue cuando llegué al final, al manual práctico entres módulos, que al leer sobre los tótems que escogen estos niños y la manera en la que se sintonizan con su sonido a través de la danza, que aquel engendro que me reclamaba que dejara de leer se silenció por completo ante la imagen de mi última paciente del día jugando a ser una curiosa panda. No era casualidad que ella, así como los otros niños, la mayoría de las veces quisieran jugar a ser un animal cuando estábamos hablando sobre su futuro. El asunto de cómo ellos escogen ciertos colores para vestirse también me dejó cavilando un largo trayecto, pues muchos se vestían al son del clima que hacía ese día, o si se sentían más o menos sintonizados con las personas con las que vivían.
Cuando el ayudante de la flota anunció a gritos que estábamos prontos a llegar al destino, me sacudió un leve sentimiento de orfandad, una pequeña precesión —ese nombre que le dan al giro de trompo que hace la tierra sobre su propio eje— que hizo rotar un poco mi ser y mi consciencia, como si hubiera descubierto con aquellas copias que aquellas teorías infantiles paternalistas bajo las cuales me gustaba cobijarme ya no tenían su mismo peso y protección. Había algo en esa “Cartilla” que me intrigaba mucho, que me hacía querer descifrarla, recorrerla, perderme en ella, y a la vez me hacía cuestionar mi propia práctica.
Mi plan de vacaciones ahora tenía un nuevo objetivo, terminar de leer “La Cartilla del Panda”, este regalo que me había sido entregado por cuestiones que van más allá del azar y la coincidencia. Al llegar a la terminal del pueblo, guardé nuevamente en la maleta el libro con las notas impresas, y al pisar tierra firme respiré profundamente, tratando de sentir el palpitar del aire cálido y húmedo que impregnaba el lugar, y recordé una vez más a mi paciente de la mañana que al estar en su modo de osezna me había querido enseñar a respirar como lo hacen los pandas al amanecer.
Sobre Manuel Alejandro Briceño Cifuentes:
Bogotá, 1987. Psicólogo con énfasis en estudios psicoanalíticos de la Universidad Nacional de Colombia. Actualmente se encuentra terminando su segunda carrera en Estudios Literarios en la misma universidad. Intereses: Edición, literatura, viajes, idiomas y jugar con gatos. Correo: manuel393@gmail.com
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