En nosotros el canto a la sangre derramada es una cosa muy nuestra: Entrevista con Laura Restrepo sobre Delirio
Por
David Riaño*
David Riaño: En un curso que estamos
haciendo con la profesora Alejandra Jaramillo sobre ‘novela total’, hemos
trabajado 4 novelas base, y Delirio es una de ellas. Hemos visto que
esas novelas muestran aspectos clave de la violencia en Colombia. Por ejemplo, Cien
años de Soledad, de Gabriel García Márquez, y Estaba la pájara pinta
sentada en el verde limón, de Albalucía Ángel. El tema de la violencia está
ahí. Lo primero que yo quisiera preguntar es: ¿cuál es el problema principal en
términos sociales que tuviste en mente al pensarte Delirio?
Laura Restrepo: Desde hace tiempos
tengo la obsesión de que en la literatura latinoamericana la épica se da muy
bien, como grandes contadores de historias. El mundo exterior, el mundo de los
hechos y de los eventos ha sido exhaustivamente cubierto por toda la gesta de
la literatura latinoamericana, pero yo siempre he notado la dificultad tremenda
que tenemos los latinoamericanos para mirar hacia adentro, como si viviéramos
abrumados por los hechos. Yo creo que eso también constituye de alguna manera
nuestra propia manera de ser; una cierta incapacidad de introspección. El
esquema mío es “todo está bien”, “no, no hay lío”, “no hay problema”. Es
también una forma de bloquear la interioridad.
Entonces,
yo siempre he tenido la preocupación: ¿por qué con la literatura no logramos
romper? Si acaso los poetas lo hacen, pero con dificultad, pero el mundo
exterior siempre está presente, entonces en Delirio yo tenía el interés
de ver desde la interioridad de una historia, pero personal, que reflejara lo
que estaba sucediendo afuera, no de manera directa. Yo no quería una narración
de sucesos, sino el “¿qué está pasando adentro?” Eso tiene que afectarnos mucho
más de lo que sabemos. Entonces yo pensaba: cada quién vive ahí en su casita, y
afuera pasan cosas, estallan bombas y hay guerra. Uno se mete y cierra la
puerta, y adentro es un microclima. Me preguntaba si esa locura exterior no se
metía por debajo de la puerta y nos permeaba de alguna manera. La idea,
entonces, era hacer la exploración de cómo afectaba por dentro. Mi esquema
inicial era una pareja metida en un apartamento. Yo dije: “quiero la pareja
metida en el apartamento lidiando con la locura de ella, pero ellos no salen de
ahí.” Pero no pude tampoco, porque comienzan a estallar bombas, y luego se mete
el Midas MacAlister que tiene tratos con Pablo Escobar. Ahí se rompió la
intimidad que yo quería, pero de todas maneras Agustina es producto de ese
esfuerzo de contar la violencia sin hacer ninguna referencia a los hechos
exteriores.
DR: Así, esa violencia que está allá
metida, ¿podría referirse a toda la historia de Colombia?
LR: Sí, yo creo que sí. Es una cosa que
viene de muy lejos, de formación, primero por las circunstancias políticas e
históricas del país. Nosotros tenemos una historia inclemente de nación, y con
un aditamento (para bien o para mal), y es que el colombiano no es conformista.
Yo he vivido en México, por ejemplo, y allá se toman los problemas con más
‘soda’. Cuando estallan, estallan, pero mientras tanto viven grandes periodos
de calma chicha. En cambio, el colombiano no conoce eso. Somos lo que se llama
‘fosforito’, como de reacción inmediata. Creo que somos muy así en la vida
cotidiana también. Inmediatos, ya, con un grado de exaltación bastante
peculiar. Entonces yo creo que sí. Ayer allá en la Nacional hablamos de los
factores que pueden influir en eso. ¿Por qué la violencia se te vuelve una
forma de vida, aun cuando no estas ligado a formas explícitas de violencia? Por
ejemplo, la formación cristiana. No es solo eso, hay muchas otras cosas, pero
ahí hay un canto a la muerte, un canto a la violencia, y hay una glorificación
del sacrificado, del torturado, del que entrega la vida, hay toda una doctrina
sobre que esta no es la verdadera vida, sino que es la otra vida. Entonces yo
creo que se forman, se juntan factores subjetivos y objetivos que hacen de esto
un caldo muy caliente. Ayer hablábamos de la figura del Pro patri amori,
que es esa visión mística de la gloria de entregar la vida, lo que en la
religión sería, expresado por una Teresa de Ávila, un “vivo sin vivir en mí, y
muero porque no muero”. Traducido al lenguaje civil, es ese morir por la
patria, esa retórica que cala en nosotros. Son los puros inicios de nuestra
nación, para no remontarnos a la conquista y a una tradición española también
muy sangrienta. No digo que otras naciones no tengan también buenas dosis de
violencia, pero yo creo que en nosotros el canto a la sangre derramada es una
cosa muy nuestra. De ahí vienen las historias de todos nuestros ejércitos y el
narcotráfico, y las tierras y la pobreza. De ahí viene toda una conjunción de
factores externos que caen en terreno abonado ya subjetivamente.
Eso, por un
lado. Por otro lado, estructuras muy rígidas, muy autoritarias de poder afuera,
que se reproducen en las familias, guiadas, no solo por el autoritarismo, sino
por mentiras, por el secreto, la ocultación de los hechos, la tergiversación de
la verdad, todo en aras de mantener cierto tipo de jerarquía y de autoritarismo
dentro de la propia familia.
DR: Ayer cuando hablabas del asunto de
los secretos, yo me quedé pensando: ya se ha dicho mucho. Tú ayer te referías
al escrito y el discurso de la paz. Que el sólo hecho de denunciar ya es un
discurso de la paz. Me llamaba mucho la atención que ya se han dicho muchas
cosas, pero pienso en la educación particularmente. Creo que desde los colegios
no siempre se promueve algo como la lectura. ¿Tú crees que esos secretos siguen
allí también por causa de la educación? ¿Cómo ves la educación en este juego de
factores que generan la violencia?
LR: Más que la educación, la falta de
educación, en la medida que uno piensa que la educación debe ser destapada,
iluminada al abrir puertas, para que la gente vea y se entere. Los factores de
falta de educación se han ido corrigiendo poco a poco, pero el mundo es un
secreto cerrado para un analfabeto. No hay manera de saber qué está pasando
allá afuera, o te enteras por las vías más absurdas, la televisión, lo que dice
el radio, el chismoseo de los vecinos. También generaciones anteriores educadas
a la luz de los secretos que la misma iglesia imponía, lo cual hace del secreto
un culto. Ayer decía que la telenovela es un género muy latinoamericano. Somos
la tierra del secreto, del secreto impuesto, del secreto como un cáncer que cada
quién lleva adentro. El que carga con un secreto, el secreto se lo come. Yo
tengo la noción de que el secreto es carnívoro: va devorando a quién lo tiene
adentro, y valga la metáfora también para el propio gobierno. Están los
horribles secretos del poder, que aquí son aterradores. Los falsos positivos,
la disolución de cadáveres en ácido, los desaparecidos. Es un país con capas y
capas de secretos.
Ese también
es el otro intento de Delirio. Es ver cómo los secretos van erosionando
la cabeza de Agustina, y no puede manejarlo. El hermano mayor, el Joaco,
entiende cómo el secreto es una herramienta de poder. Se asimila al uso que
hacen el padre y la madre, y claramente es el heredero de esa posición
jerárquica; él sabe manejarlo. Agustina nunca entiende cómo se manejan los
secretos; los secretos le rompen la cabeza.
DR: Ella nunca hace parte de esa clase
social, ella no entiende.
LR: No, ella nunca entiende. El que se
revela al final, el Bichi, así sea para oponerse, es más lúcido sobre cómo
puede manejar su propia vida al margen de ese tejemaneje de mentiras que hay en
su casa, lo que no hace Agustina. Ella sí se queda enredada en esa telaraña. El
esfuerzo, tanto de Aguilar como del Midas, es tratar de sacarla de ese enredo
en el que anda metida. Los que los dos niños llaman el “don de la visión de
Agustina”, es una forma de interpretar lo que está oculto. Interpretaciones
arbitrarias, delirantes, con las que la cabeza suple la falta de información
real.
DR: Y Cuando el Bichi lo entiende,
revela las fotos, también como una forma de defensa y de poder, y Agustina lo
que hace es asustarse.
LR: El Bichi sabe que, si él destapa,
él mismo se libera. El que las cosas no se dicen es lo que lo mantiene oprimido.
Es bonito lo que señalas: ese momento en el que el Bichi muestra las fotos,
destapa el gran secreto familiar, y él mismo sale libre. Esos secretos
familiares son una jaula.
DR: En ese orden de ideas, el ‘delirio’
podría ser un desahogo. O de pronto no un desahogo, sino el efecto de todos
esos secretos erosionando allí.
LR: Yo creo que es como una vía
alternativa. Agustina fabrica su propio poder. Fabrica el poder de defender a
su hermano. Evidentemente no es un poder de la vida real, pero ella fabrica una
defensa sobre la base de ese poder de visión. Ahí hay también un juego con lo
real maravilloso, porque el mundo de Agustina, de alguna forma, es un mundo
realista y mágico. Pero a diferencia de la técnica tradicional del realismo
mágico, aquí es producto de un retorcimiento de la mente de Agustina. Ella lo
vive como real, pero no el lector ni tampoco el escritor, que ya están al tanto
de que Agustina apareció en un cuarto de hotel, que tiene la cabeza volada. Pero
sí, de alguna manera también es efectivo, porque el crear ese mundo paralelo es
una especie de refugio, donde ella es poderosa para la violencia inminente ahí,
que es la violencia del padre contra el niño.
DR: Ahora me voy a mover un poco hacia
lo que estamos trabajando sobre ‘novela total’. Cuando el autor quiere hacer
una novela total, utiliza diferentes voces, diferentes tiempos, diferentes
géneros, y en Delirio es claro. Tenemos a Portulinus en Sasaima, en un
tiempo muy antiguo. Tenemos a Agustina en el presente, tenemos al Bichi,
tenemos al Midas, a Aguilar. ¿Por qué para ti era necesario escribir Delirio
de esa forma totalizante? ¿Por qué era necesario crear ese mundo?
LR: Yo creo que eso se fue armando
solo. Claro, tiene que ver con el epígrafe. Ahí Henry James, que viene de una
familia de locos, lo explica. No es textual, pero el epígrafe dice que no se
debe escribir una novela que tenga como protagonista a un loco, porque al no
tener catadura moral, no es responsable. El epígrafe lo puse a propósito para
mostrar que este libro tiene esa dificultad: el protagonista es una persona que
ha perdido la cabeza. Entonces, ¿Cómo cuentas la historia a partir de una
persona que tiene la cabeza en otro lado? Había que suplirla, para que Agustina
no se contaminara con falsa información. Era necesario mantener la locura de
Agustina en un plano propio, independiente. Había que rodearla de gente que
contara.
El marido
me parecía muy interesante porque era de otra clase social. Parte de la
incapacidad de Aguilar para interpretar a Agustina, es que no conoce la otra
clase social, lo cual también es algo muy nuestro, esos muros que existen entre
una clase social y la otra. Aguilar puede entender parte de la vida de Agustina,
pero lo que tiene que ver con su pasado y con su familia, no. Yo rápidamente me
di cuenta: este profesor de la Nacional, casado con esta niña de clase alta,
puede darme un ángulo de ella, pero no me lo puede dar todo. ¿A quién necesito?
Un exnovio, el Midas. Este personaje que a mí siempre me encantó hacer. Yo me
divertí mucho con el Midas porque todo lo demás yo lo tenía que corregir y
volver a corregir, pero él casi no tuvo borradores. Yo sabía cómo hablaba el
Midas. Al ser un personaje cínico, es el único personaje que es capaz de decir
las cosas tal cual son. De alguna manera el Midas es el opuesto de Agustina:
ella es la perífrasis, la metáfora, el dar rodeos y rodeos hasta perderse en
una realidad paralela. En cambio, el Midas tiene el cinismo necesario para ir
directo al grano y decir las cosas como son. El Joaco tiene el discurso del
poder, que también es un falso discurso; la familia anda con todo el tapujo de
los secretos, de quién se acuesta con quién, y generan un lenguaje que no es.
Aguilar, que es un tipo de muy buena voluntad, tiene como una limitación de
visión, como esos caballos que les ponen los tapaojos para que no se asustaran.
Y ya Agustina tiene la visión del delirio, así que yo necesitaba un tipo que
fuera muy cínico, y al mismo tiempo inteligente, que la conociera desde
pequeña, y que tuviera con ella una especie de romance prolongado, así fuera
unilateral.
Luego yo
pensé que tampoco puede surgir como ex-nihilo la locura de Agustina; yo
quiero ponerle el asunto familiar. Necesitaba que hubiera algo de herencia,
algo en la sangre que ya marcara una propensión. De ahí viene la historia de
Portulinus, que también es loco como una cabra.
DR: Bueno, y hablando de Portulinus,
cuando uno lee la línea del Midas, es súper intensa, Aguilar también con todo
el drama de tener a su mujer en esta locura. Cuando nos vamos Portulinus, ¿qué
le dirías a un lector que piense que esa parte es menos intensa? Claro, viendo
todo en general, uno entiende las razones de Portulinus, pero mientras la
lectura, es posible desear tener más del Midas que de los abuelos.
LR: Ya me lo han dicho varias veces,
pero lo dejé justamente por el contraste. Es como el baile en las discotecas: primero
ponen una champeta, luego lo vuelven lento y luego vuelven a subirle al ritmo.
Es como una técnica de DJ. Ellos saben que no pueden mantener el ritmo todo el
tiempo. Varias personas me lo dijeron antes de publicarla, pero quería dejarla
para mantener el contraste, que da una sensación de ritmo.
DR: Bueno Laura, y si tuvieras que
responder de forma muy condensada, ¿qué crees que causó la locura de Agustina?
Claro, toda la novela es eso, pero ¿cuál sería ese ‘qué’ muy condensado?
LR: Si tuviera que dar una sola
respuesta, sería la violencia contra el hermanito, del padre contra el Bichi.
Yo me imagino, por ejemplo, a un niño que vive en una casa y debajo de su
ventana hay un perro al que le pegan. Yo creo que ese niño comienza a maquinar
y a maquinar en su cabeza para poderse salvar de ese horror. Esta niña tiene a
su hermanito al que quiere, y sabe que en cualquier momento puede ser víctima
de agresión, eso tiene que ser brutal. La violencia tiene una cosa muy
perturbadora.
Hay en Delirio
ciertas escenas que tomé de mi infancia. Por ejemplo, cuando ella se para junto
a un muerto, ¿te acuerdas? Dice “es mi muerto”. Yo creo que ese fue el primer
muerto que yo vi en mi vida. Yo debía tener unos 7 años y nos dejaron a mí y a
mis primos solos. Golpearon a la puerta, pero nos habían dicho que no se podía
abrir la puerta. Igual, nosotros abrimos, y era el celador de la casa vecina
que nos pidió un vaso de agua. Nosotros trajimos el vaso de agua, pero el tipo
estaba acuchillado por todos lados. Se tomó el vaso de agua y se cayó ahí en la
puerta de la casa. Éramos como 6 niños, y nos paramos alrededor del muerto, con
una especie de estremecimiento por dentro, como contemplando otra realidad, un
trastorno, un mareo físico. Nosotros vimos que el agua alcanzaba a salir por la
garganta. Recuerdo clarísimo un detalle: cuando el hombre ya se había muerto, aún
seguía sonando, porque tenía un radiecito. Era un muerto y aun hablaba. Esas
cosas, cómo nos afectan a nosotros. Cómo queda una persona que no ha visto la
muerte y puede contemplarla así, tan en primer plano. No vuelve a ser la misma
persona después de ver la parte anatómica, fisiológica, orgánica de la muerte,
como con esos detalles. Yo recuerdo que uno no sabía bien qué era un muerto. El
hecho de que se le saliera el agua por los huecos, que estuviera muerto y
siguiera sonando… son ciertos impactos de la infancia que en Agustina son
fuertes.
También
recuerdo una vez que íbamos con mi hermana en el carro, y mi hijo y su hija.
Íbamos por la ciudad y en una zanja había un muerto. Nosotras queríamos que los
niños no vieran, pero los niños se asomaron. En ese tiempo habían acabado de
matar a Luis Carlos Galán. La niña dijo “ay, es un muerto”, y mi hijo “sí, es
Luis Carlos Galán”. Uno piensa, cómo se organizan estas cosas por dentro. Lo
vieron como si estuviera echando un discurso por televisión, “sí, es Luis
Carlos Galán.” Pero de eso es que estamos hecho los colombianos.
DR: La parte de los secretos es lo que
más me tiene asombrado. Es increíble como toda esa violencia se va acomodando
por dentro sin que uno sepa, y como uno no la saca…
LR: Ahí lo estas expresando muy bien.
Eso entra y adentro se organiza solo. Se mete en el cajón que quiere, se asocia
con lo que quiere. Un niño ve un muerto y lo asocia con Luis Carlos Galán. No
tenemos una pedagogía, una psicología de la violencia. Y eso que esta es una
violencia urbana, no como la del Claustro de San Agustín, donde la gente
realmente la vive.
Déjame te
cuento otra experiencia. Portulinus estaba en Sasaima, y yo también recuerdo
mucho Sasaima porque allá pasaba vacaciones con mis primos, y para mí ese sitio
era como un reino de libertad. Allá montábamos a caballo y nos desaparecíamos.
Mis tíos no se enteraban si uno volvía o no. Allá estábamos en una casa que
todavía existe, que se llamaba ‘el Triángulo’, una casa grande con cuatro
pisos. Allá nos reuníamos como seis familias para pasar vacaciones. Entonces
una noche hicimos un plan con mis primos y agarramos la escopeta del mayordomo.
Por la noche, ya hacia las cuatro de la mañana salimos, y nos fuimos rodeando
la casa, y en cada esquina pegábamos tiros con la escopeta, hasta que
comenzaron a disparar desde la casa, a darnos a nosotros. Pensaron que los
había rodeado la guerrilla. Cuando nos dimos cuenta, del último sitio a donde
disparamos, comenzaron a dispararnos. Nuestros propios tíos y la gente adulta
de la casa. Nosotros nos metimos en una cuneta, pensando que si decíamos dónde
estábamos nos mataban, pero que si no decíamos quiénes éramos nos iban a matar
también. Todas esas pequeñas cosas se acumulan en la cabeza, y claro, yo tuve
unos padres maravillosos y mi vida transcurrió en general por caminos muy
cuerdos y amables, pero cuando yo escribía la novela yo pensaba en que, si no
hubiera tenido el padre y la madre que tuve, ¿para dónde habría agarrado mi
cabeza?
* Bogotá, 1995. Licenciado en Filología e
idiomas de la Universidad Nacional de Colombia. Actualmente candidato a
Magíster en Estudios Literarios de la Universidad Nacional de Colombia. Mis
áreas de interés son la escritura creativa, la literatura, la educación y la
promoción de lectura en diferentes idiomas. Información de contacto: dfrianog@unal.edu.co
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