Los vigilantes


Eltit, Diamela. Los vigilantes. Ed. Sudamericana Chilena. 2da edición, 1999

Por Laura Acero Polanía


El lector se acerca sospechoso a la narración de un hijo que vive el encierro en casa, con su madre y con un padre ausente. El lector acecha más adelante la cotidianidad de esta curiosa pareja que, día a día, siente el acoso de unos vecinos que opinan sobre su forma de vida, y sólo le es posible comprender alguna compleja realidad desde las cartas de la mujer al padre de su hijo. El lector se aproxima finalmente al colapso de la vida de la madre y la por fin revelación del niño, “la criatura”, que intenta de todas las formas salvar a su ton ton ton tonta madre de la pérdida de ejes, principios, ideas… cualquier forma de pensamiento a medias racional.

Pero ese lector no dejará de sentirse un vigilante más. De hecho, la novela de Eltit puede leerse no sólo desde el punto de vista sociológico, que ubica la crítica tan marcada al sistema de valores occidentales de los que la narradora-escritora habla tan explícitamente, sino también como una gran simbología de la escritura. Desde esa perspectiva, hablar de Los vigilantes es hablar de los lectores mismos que actúan como inquisidores de la escritura eltitiana. Cada personaje, también, toma la forma de uno de esos lugares que en la Literatura pueden tener la ideología, la palabra, el poder, la forma, el lector y el escritor.

El hijo, aquello que es-contado, inicia la narración en su lenguaje tan dificultoso para la lectura. Su comportamiento, apenas descrito, conduce a la idea de un bebé incomprensible. Golpes, llanto, correr, risas como estallidos, hacen del hijo una escritura difícil e imposible de entender para el lector. En ese sentido, comienza la ruta de este último para hallar la razón o intentar al menos comprender un poco el carácter o personalidad de este niño, que está todo el tiempo intentando separar a su madre de “esas páginas” que no le permiten estar con él. Como si el niño fuera aquello inalcanzable para las palabras… El hijo es la escritura tonta y la madre es la que ¡por fin!, se desprende de esa escritura para dejarla de llamar “tu hijo” y referirse a ella como “la criatura”. El hijo tiene un padre que realmente nunca ha existido…

El padre ausente. Cuando el narrador es la mujer, se dirige constantemente a un padre que puede verse como el orden, el canon, aquello que además bordea y ordena la palabra. Si detrás se planea ver lo explícito de las cartas de la mujer-narradora, nos encontramos con el padre como el dueño de los valores y el que condena la labor-escritura-crianza de la madre con su hijo. Pero el padre es una figura que desaparece. Si la narradora cree dirigirse al padre, termina por descubrir que jamás se ha dirigido a él, porque “ni siquiera sé si existas”.

La suegra, esa supuesta abuela preocupada, es la enviada del Poder, la mujer embajadora y acusadora de sus iguales en género. El hijo se apropia por completo del espíritu y pensamiento de la madre, supuesta escritora, hasta dejarla inerme, tan autista como la escritura misma, con su risa bum bum bum, y de repente todo se va hacia el final, hacia el silencio, porque la escritura-hijo deja la oscuridad y, al salir a la calle, “habla” por sí misma.

Los vigilantes somos nosotros, lectores de todo lo que creemos saber, casi malos-lectores, perseguimos a la mujer a través de las páginas para despojarla de su escritura y estamos de parte del padre, inexistente, o quizás, más bien, inencotrable, ausente (como cualquier padre de la escritura, a veces tan huérfana…), aquél a quien nunca se ha dirigido la que sólo finalizando la novela es capaz de darse un nombre, “Margarita”.

Y como tantas reflexiones, esta escritura de lo que no puede escribirse, esta imposibilidad de hablar si no es de parte de un poder escurridizo, ese “al nombrarte te pierdo” de la experiencia, la novela se encamina en balbuceos, grotescas risotadas y lenguajes no verbales hacia su fin.

La criatura, “tu hijo”, la escritura, es autista. Y la escritora, afásica.

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