Pétalos y otras historias incómodas.
Nettel, Guadalupe. Pétalos y otras historias incómodas. México: Anagrama, 2008.
Por Manuel Osorio
Con Nettel asistimos a la narración de la intimidad de personajes que no se pueden mentir a sí mismos, personajes que no encuentran excusas para intentar ser de otra manera; sus vicios, sus filias, los definen, marcan su relación con el mundo y no les permiten traicionarse. Así, los personajes asumen todas las consecuencias de sus actos y llevan la soledad como una marca de autenticidad. El encuentro con el otro, con un otro, es una prueba para el sí mismo, y de ella, los personajes salen no transformados, sino ratificados en lo que son, aún cuando encuentren a sus iguales, aún cuando el encuentro sea como hallar a alguien con quien no hacen falta las mentiras, aún cuando el otro también sea un solitario, alguien que tampoco aprendió a mentirse a sí mismo. A uno y otro lado del Atlántico, en Occidente y en Oriente (los escenarios globales de los cuentos de Nettel), los encuentros son efímeros, van detrás de una imagen de perfección que ya no se busca en sí mismo; los defectos se aceptan en soledad, pero se repudian en compañía…
En “Ptosis”, un hombre busca los párpados perfectos, un hombre huye de los párpados en serie que reconstruye un cirujano; un hombre huye de la mujer perfecta, de la mujer que quiere desaparecer su belleza singular. Un hombre que ahora besa con infinito placer unos párpados imperfectos: “Le besé los párpados una y otra vez y, cuando me cansé de hacerlo, le pedía que no cerrara los ojos para seguir disfrutando de esos tres milímetros suplementarios de párpado, esos tres milímetros de voluptuosidad desquiciante” (Ptosis, 23).
En “Transpersiana”, una mujer espía a su vecino desde su ventana, sigue con atención la elección de su vecino, su elección de quedarse solo. Ella observa obnubilada a ese hombre que se hace el amor a sí mismo y a una mujer despreciada que ya no se quitará su vestido en toda la noche: “Me sorprendió que fuera oscuro, del mismo color que tus ojeras. Abajo, los calzoncillos sobre los zapatos. Arriba, tu boca entreabierta” (Transpersiana, 30).
En “Bonsái”, un hombre descubre que él y su esposa pertenecen a naturalezas distintas, incompatibles, mientras visita el jardín botánico de Aoyama. Él pertenece a la naturaleza del cactus: “Fue como una liberación. En ese momento dejé de preocuparme por cosas que antes me pesaban y me causaban angustia, como el hecho de no saber bailar. […] También por esas fechas dejé de propinar sonrisas hipócritas a los colegas que encontraba en el restaurante de la empresa, como había hecho durante tantos años” (Bonsái, 49)
En “El otro lado del muelle”, una muchacha busca la verdadera soledad en un paraje lejano, alejada de toda presencia humana; la verdadera soledad es una niña acompañando a morir a su madre en una casa inmensa, en medio de una tormenta sin pausas. Ella ofrece su pecho para ahuyentar el miedo de lo inhóspito: “No encontré nada que decir, pero no quería que interpretara mi silencio como otras veces, cuando me negaba a responderle en el techo de la casa, por eso abrí la parte de la bata que cubría mi pecho izquierdo, mi seno puntiagudo de perra flaca, y dejé que se acercara. Lo tomó con la boca, una boca delgada y fría, una boca de pez, como si intentara succionar de ahí toda la fuerza necesaria para quitarse el miedo” (El otro lado del muelle, 79).
En “Pétalos”, un hombre busca baños públicos para sentir el olor de las mujeres, de sus excreciones, de sus secreciones, de sus desechos; entre las manchas, entre las huellas olvidadas, negadas, hay particularidades, hay detalles que las hacen únicas, y el hombre perseguirá estas huellas, irá detrás de su destrucción lenta. Él se enamora de una Flor nunca vista y rastrea en los baños sus formas posibles: “Mientras más observaba el salpicadero, el desorden se iba apoderando de los rastros y armando con ellos un caleidoscopio enloquecido. En la segunda lectura, la Flor tenía varios cuerpos posibles. Dudé del tamaño de su boca y los tonos de su orina me provocaron incluso asco, la certeza de que toda ella había empezado a pudrirse” (Pétalos, 94).
Finalmente, en “Bezoar”, hay una mujer que busca la receta de la calma perfecta, una mujer que atiende únicamente sus actos involuntarios, una mujer que deja pelos a su alrededor en cada lugar en el que haya estado, una ansiedad que sólo se calma arrancando uno a uno los hilos del manto rojo que cubre su cabeza; en una clínica, cerca de un acantilado, ella espera tener, por fin, su “piedra bezoar”. Ella escribe un diario para su psiquiatra, para explicarse a sí misma sus manías, desprovistas de toda causalidad fácil, y la tragedia de haber encontrado a su igual: “Ver nuestros propios defectos reflejados en el ser con quien compartimos la vida es una experiencia insoportable. ¿Se imagina usted viviendo con una enfermera sádica y pilosa que le recordara su propio aspecto de morsa? Seguramente tampoco lo resistiría” (Bezoar, 131).
Como seres que ofrecen lo más preciado de sí mismos, así, también, estos seres cuentan sus historias; los cuentos de Nettel se leen despacio, pausadamente. Aquí no se buscan intrigas, no se persiguen acciones truculentas; los movimientos son de lo sentido. La sutileza y el tacto del lenguaje no persiguen un rebuscado “realismo sucio”, no se aprovechan para resaltar las bajezas humanas, la degradación del ser; Pétalos y otras historias incómodas se acerca al personaje con la empatía y la inocencia suficientes para narrar sin prejuicios y sin juicios lo que estos seres dan: una imagen de lo humano, de sus ínfimas –pero no menos importantes– trascendencias, en un tiempo que, cada vez más, tiende a carecer de ellas.
Estas historias se ofrecen como “pétalos”, como tesoros frágiles que una mano desprende del cálido centro de la ficción y que llegan a un lector que mira en ellos el mundo con un caleidoscopio demasiado humano.
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