Por: José Sarmiento Muñoz

Hay libros apacibles, que entretienen, con cuya lectura se pasa un buen rato y que, al cerrarlos, se olvidan para siempre. Otros son violentos, incómodos y, una vez terminados, siguen resonando en nuestra mente como un pensamiento malvado que nos avergonzamos de haber tenido y de exponer ante los otros. A estos últimos pertenece El marino que perdió la gracia del mar (1963): una “larga novela corta [en palabras de Marguerite Yourcenar] de una perfección helada como la hoja de un escalpelo, violencia fría y esterilidad casi elegante”.

En la ciudad costera de Yokohama vive Fusako, una mujer de treinta y tres años que ha enviudado hace cinco, quedando a cargo de su hijo y del negocio familiar: una exclusiva tienda de artículos importados. Noboru, su hijo, tiene trece años, y aunque a los ojos de su madre no ofrezca cualidades distintas a las de cualquier otro niño de su edad, se nos revelará como un ser astuto y cínico, con fuertes convicciones sobre lo que la vida debería ser y la forma en que deben pagar aquellos que destruyan este ideal.


A la vida de esta familia llegará Tsukazaki, un joven marino que por años ha buscado su lugar en la vida, sintiéndose igualmente ajeno a la tierra y al mar, y convencido de que un destino glorioso lo aguarda a él, y sólo a él, para reafirmar que siempre estuvo por encima del resto de los hombres. Sin embargo, cuando conozca a Fusako, sacrificará la anhelada gloria por el amor y la estabilidad que podrían unirlo a la vida en tierra y a una mujer de manera definitiva.

Noboru piensa en un principio que este marinero recién llegado se convertirá en su héroe, un hombre que viaja por el mundo viviendo aventuras en contacto con una realidad absoluta inalcanzable para la mayoría de las personas. Pero cuando Tsukazaki decide que se quedará en tierra y será el hombre de la casa, Noboru no puede perdonarlo. No puede perdonar que su héroe se convierta en un hombre vulgar y mediocre y, peor aún, en su padre, siendo que:

…los padres son el mal mismo; representan todo lo feo que ahí en el hombre […] Se plantan en medio de nuestro camino hacia el progreso, tratan de cargarnos con sus complejos de inferioridad, con sus aspiraciones insatisfechas, con sus resentimientos, con sus ideales, con las debilidades inconfesadas, con sus pecados, con sus sueños más dulces que la miel, con las máximas que no han tenido el coraje de seguir... (185)
Así pues, Tsukazaki se convierte en un criminal a los ojos de Noboru; y, como tal, habrá de ser enjuiciado y deberá pagar por sus crímenes.

Los tres personajes principales que Mishima nos presenta en su novela dan cuenta de la soledad humana y la incapacidad de comunicación entre los hombres. Todos ellos se guardan de mostrar ante los otros sus verdaderos pensamientos por temor a no ser comprendidos, dudando permanentemente de la sensibilidad e inteligencia de su interlocutor. Los otros aparecen como seres mezquinos, incapaces de reconocer la grandeza propia. La única alternativa restante es actuar para los otros, fingir ser como ellos, aunque se esté convencido de que un destino glorioso nos aguarda en algún lugar, presto a reafirmar que siempre estuvimos por encima del resto de los hombres: vulgares y mediocres a los que no pertenecemos.
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Mishima, Yukio. El marino que perdió la gracia del mar. Trad. Jesús Zulaika Goicoechea. Barcelona: Círculo de lectores, 1986. 226 págs. 

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