Por: Juan Mauricio Piñeros


Tengo que confesar que me gusta espiar a las personas mientras caminan por la calle, me gusta verlos e imaginar qué hacen, de dónde vienen y para dónde van. Por esa razón, siempre que puedo, una de mis paradas obligadas en el centro de Bogotá, es una cafetería que funciona en un mezanine al lado de la carrera 7a, pues dada la especial ubicación de la única ventana que posee el minúsculo local; uno termina sentado ligeramente por encima de las cabezas de los transeúntes, y entonces puede ver sus rostros casi de frente, sin que ellos se den cuenta. 

De todos los individuos observados, siempre me han llamado especialmente la atención, los integrantes de una especie urbana a la que muchos identifican como un “oficinista”; se trata de hombres y mujeres, la mayoría todavía en sus “veintes”, y que en su versión masculina visten trajes de paño a los que todavía no se terminan de acostumbrar. Cualquiera de ellos al caminar por ese andén de la carrera 7a, podrían estar en medio de su hora de almuerzo, o ya dirigirse de vuelta a su lugar de trabajo; que por ejemplo, podría ser la sucursal de una pequeña editorial de libros escolares que funciona en el centro de la ciudad, igual que el personaje escogido por Haruki Murakami para protagonizar su novela Al sur de la frontera, al oeste del sol.

Como ustedes ya deben suponer, esto no se trata de una casualidad; el autor escoge un ex-oficinista como su personaje principal precisamente porque desea iniciar una historia inmersa en ese tono llano, de estanqueidad y monotonía que bajo la mirada peyorativa de muchos (incluso la de los mismos seres que asumen este rol) la palabra misma parece sugerir. Lo hace porque desea adentrarse en la vida de un personaje que asimismo se considera parte del montón, condenado a llevar una existencia para la que se ha ido tallando a la medida:

“...Durante los treinta y tres años que me faltaban para la jubilación, me sentaría dia tras dia frente a la mesa a mirar galeradas, contar líneas y comprobar tablas de caracteres chinos. Y me casaría con una buena chica, tendría varios hijos y viviría con la única ilusión de las pagas extraordinarias dos veces al año...”

Murakami de cierta manera practicó con inspirada profundidad, el mismo ejercicio de especulación al que yo y seguramente muchos de ustedes dedicamos unos minutos mientras tomamos un café o una gaseosa; se trata de observar al anónimo, y seguramente proyectar en él mucho de nuestro propio vacío e insignificancia. Lo hizo magistralmente, observando, mejor dicho escribiendo la vida de Hajime, nombre que en japonés significa “principio”, observación que justamente decide poner al inicio de la novela, tratando tal vez con esto de resaltar las pocas cosas peculiares que tiene este hombre, esfuerzo similar a poner una vistosa portada con foto a todo color, para adornar a una mediocre hoja de vida.

Durante la niñez de Hajime, sucede uno de los eventos más relevantes en su existencia y del cual se vuelve totalmente dependiente gran parte de su vida; se trata de su amistad con Shimamoto, una extraña niña, talentosa pero acomplejada por una cojera que la convierte en un bicho raro entre los demás. De ahí en adelante todo es un despertar bastante normal a la vida, al sexo y al amor, después un trabajo monótono, algunas novias que nunca fueron especialmente atractivas, efímeros momentos de fama y finalmente logros económicos “palanqueados” por su suegro. Todo desemboca en una predecible crisis de la edad madura, donde la avalancha de reflexiones y sentimientos que atormentan a Hajime, solo se ven reflejados en acciones medidas y contenidas; como una infidelidad matrimonial y la correspondiente asonada de divorcio que finalmente no se materializa por pura comodidad. 

No quiero con esto denunciar una falta de recursos en el autor para construir su personaje, por lo contrario, creo que a diferencia de otros escritores que escogen perfiles carismáticos y llenos de peripecias para encarnar a sus protagonistas. Murakami conscientemente emprende la difícil tarea de contar la historia a través de un personaje que vive situaciones cotidianas y crudas, siempre bajo la línea de la normalidad, anécdotas que incluso podrían ser sobrepasadas en sorpresa y sordidez por alguno de mis oficinistas preferidos de la carrera séptima. La vida de Hajime fluye de forma muy “natural” a lo largo de las páginas de novela, pero no digo natural por el hiperrealismo o el detalle alcanzados en la narración, lo afirmo sobre todo, porque el escritor ha tenido una notable habilidad para la dilatar las decisiones de su protagonista, para cambiar las peripecias heroicas y el romanticismo, por actitudes como la cobardía y la conformidad, que son tan reales y tan normales en la vida cotidiana.

Con todo esto en mente, Murakami escoge una de las situaciones más estándar de la edad madura, como puede ser el incómodo y forzado reencuentro con un antiguo compañero de colegio; para poner sobre la mesa una reinterpretación de esa atmósfera de simplicidad y vacío constante en la novela japonesa; “vacío” que ahora se traduce en algo más pesado, cansado y sobre todo ordinario. Pues de ese nexo orgulloso y misterioso con la tradición cultural, observado en autores japoneses de la primera mitad del siglo, pasamos a la desilusión de un escritor y su generación de la posguerra; en su mayoría empleados que lentamente engañados por la frenética búsqueda de una superación personal bajo códigos occidentales, se convirtieron en personas “vacías” e insatisfechas que al igual que el compañero de colegio Hajime, ahora se hunden bajo una mirada nihilista de un mundo donde en definitiva todos acaban muriendo, así como sucede al final de una vieja película documental sobre la vida salvaje, producida por Disney en los años 50.

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