Por: María Alejandra Gómez

Una historia de amor entre el profesor Harutsuma Matsumoto y su ex alumna Tsukiko Omachi empieza a surgir desde el primer capítulo de El cielo es azul, la tierra blanca, cuando después de muchos años, los dos personajes coinciden en un bar y ordenan al cantinero los mismos aperitivos. 

Ella con 36 años de edad y él, unos treinta años mayor, entablan una conversación en la que las respuestas de su protagonista, la misma narradora, Omachi, son tan secas como el vermut. Pero lo que al parecer puede no tener ningún tipo de trascendencia, resulta forjándose como una relación distante pero entrañable, en la que Omachi y Matsumoto se reconocen, se aman, desaparecen, no hablan, discuten y se reconcilian. Así la obra se desarrolla a partir del comportamiento infantil e inexplicable de Omachi, que más que parecer una mujer madura, cercana a los cuarenta años, se enfrenta al dilema constante de negar el amor que reprime dentro de su pecho, por aquel hombre, que inicialmente no corresponde a su amor. “Había retrocedido en el tiempo y volvía a ser una niña. Llegué a la parada del autobús y estuve diez minutos esperando, hasta que comprobé el horario y me di cuenta de que el último ya había pasado. Me sentí aún más desamparada. Empecé a golpear el suelo con lo pies, pero no conseguí entrar en calor. Un adulto sabría qué hacer para no pasar frío, pero los niños como yo no teníamos ni idea.”

A pesar de las edades, ambos personajes tienen algo en común que va más allá del gusto por el sake y la cerveza; ambos se enfrentan constantemente al sentimiento de la soledad, a la ausencia. Y resulta que la única manera de evitar sentir aquel vacío es en compañía, pues solo cuando se encuentran, así sea bebiendo en cuentas separadas y simulando el hecho de que sus encuentros no son citas sino casualidades, puede pasar el tiempo más rápido, como ocurre con las canciones que Omachi deja de cantar porque olvida las letras. “La soledad se adueñaba de mi por momentos, así que decidí cantar. (…)Un poco más animada entoné la tercera estrofa, hasta que me quedé atasacada en la última parte. Canté hasta ‘El cielo es azul, la tierra blanca’” .

De esta forma, tenemos a Omachi, una mujer soltera y sin compromisos y por otro lado a Matsumoto, un hombre viudo y con un dolor profundo en su corazón que lo obliga a sepultarse entre los recuerdos almacenados que le proveen los cachivaches que almacena en su vivienda. Matsumoto, que por su pasado no permite la continuación de su vida amorosa, y Omachi, una mujer que afirma que “estaba convencida de que el amor y yo no estabamos hechos el uno para el otro”, se unen para intentar evitar el sentimiento de desamparo que los agobia. Aquel vacío que se expone a flor de piel cuando Omachi se corta con el tubo florecente y que se replica con Omachi, cuando le confiesa a su ex alumna que se ha golpeado en el trasero intentando ponerse los pantalones, y se reconfirma cuando afirma que “el dolor físico te hace sentir muy desamparado”. 

Así, poco a poco, todos los detalles expuestos por Kawakami van tomando la forma más conveniente para hacer posible disfrutar este majar literario que, con naturalidad, se desnuda con sutileza a través de un romance que se desarrolla en 18 capítulos. Pese a su extensión reducida, esta novela logra con maestría reproducir el desasociego que produce una lucha por el amor correspondido, logrando la reproducción de esos lapsos lentos a los que la narradora se enfrenta para lograr que Matsumoto logre declarar esa esperada “relación basada en el amor mutuo”, una relación que no cambia mucho porque “la única diferencia era que la incertidumbre había desaparecido” y que ese amor es correspondido muy poco tiempo, antes de que Omachi se acostumbre a él. 
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Título del libro: El cielo es azul, la tierra blanca
Autor: Hiromi Kawakami
Número de páginas: 237
Editorial: Acantilado

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