A propósito de
Tsugumi, una novela de Bananna Yoshimoto (Tusquets, 2008)
Por: Jose Hoyos Bucheli
Solo puedo calificar como contradictoria la sensación que me dejó esta novela corta de Banana Yoshimoto. No puedo afirmar que es una obra necesaria, obligatoria, que vaya a recordarla pasados unos meses. Y, sin embargo, no dudaría en recomendarla. Pero, ¿a quién se la podría recomendar? La única respuesta que se me ocurre es: a adolescentes.
Sí, Tsugumi es una novela de adolescentes para adolescentes. Tal vez hasta se confunda en la colección Zona Libre de Norma. El lector no debe esperar de esta obra profundos temas filosóficos, problemas existenciales ni erudiciones metafísicas o culturales. En cambio, podrá encontrar un relato que va a lo que va: a contarnos el último verano de un grupo de amigos que está punto de desintegrarse en un pueblito costero.
“Me llamo María Shirikawa. Como la virgen”. Dice la narradora de esta historia, que ha vivido sus 17 años en el mismo aburrido pueblito. Y aunque ella no lo acepte, sí tiene algo de santa: ha soportado toda la vida a su prima y mejor amiga Tsugumi, una adolescente de frágil salud que tiene por política de vida hacer lo que le entre en gana.
Tsugumi recae constantemente en la enfermedad y, constantemente, se desquita con sus cercanos. Es grosera, imprudente, odiosa. Su proximidad con la muerte la ha hecho una a la que no le importa lo que piensen los demás. Pero es hora de madurar, de salir de la adolescencia y abrazar la ‘adultez’. El último verano antes de que María parta a una universidad en Tokyo parece el momento perfecto para hacer esa transición.
Si la novela se tratara solo de esto, sin reparos, diría que es mala, simplona, ingenua. Los personajes del grupo de amigos parecen sacados de manual. Está Tsugumi, el extremo negativo. Luego, su hermana Yoko, su polo opuesto: una adolescente tranquila, callada, casera. En el medio de ellas, María. Y, de hecho, bien en el medio: una narradora perfecta, afable, neutral, empática. Por último, para desestabilizar el asunto, el adolescente maduro, el primer amor, aquel que ha vivido un poco más y que tiene el extraño brillo que la sabiduría pinta en los ojos. Los lugares, los mismos: el pueblo costero en el que no pasa nada; el mar que brilla bajo el sol y que aflora recuerdos y melancolía.
No sería fiel a la sensación que me causó la novela si no dijera que el relato tiene algo más. Algo que no es demasiado común, que no sale de los manuales: la historia emocional de abandonar el pueblito en el que se creció. Debo decir que esta novela no solo me enganchó por la exploración de recuerdos que a veces son dolorosamente vívidos, la melancolía por ciertas calles, la sensación de soledad del nuevo lugar, el extrañamiento de una nueva vida.
“Así, si yo o alguien de mi familia perdiera la memoria, solo tendría que leer –la novela– para recordar ese lugar”, dijo Banana Yoshimoto sobre su obra. Los sentimientos sobre ese lugar, un pueblito construido de ocio y tedio, al que muchos podemos asemejar a su ciudad natal, es lo único recordable del relato. Para mí, eso es suficiente.
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