A propósito de Al sur de la frontera, al oeste del sol de Haruki Murakami (Tusquets, 1992)
Hajime es hijo único. También lo es Shinamoto, una
adolescente solitaria que llega a una ciudad apacible, arrastrando un
encantadora cojera. Estos son los dos personajes principales de la novela Al sur de la frontera, al oeste del sol
de Haruki Murakami, que luego de conocerse en el bachillerato, descubren
rápidamente lo que los distingue de sus compañeros de colegio.
Las primeras hojas de esta novela vagan por la niñez
de Hajime, cuyo espacio-lugar es el Japón de la década de los 50. En este
segmento del relato se establece, con poca destreza, los sucesos que serán
importantes en el desenlace de la narración. Guiado por la linealidad de una
vida amorosa, Murakami narra la ingenua relación de los personajes centrales a
través de los discos de acetato, Nat King Cole, el equipo de sonido, las tareas,
la literatura. Y, sencillamente, un día sus caminos se separan.
Hajime se refugia en la soledad, urgido siempre de una
relación estable, una que supere el vacío que ha sentido toda su vida; un vacío
que solo otro hijo único puede entender. Pero se casa con una mujer que tiene
hermanos. El vacío que sentía se disipa en el éxito económico, los hijos, un
BMW, los trajes Armani, los bares de jazz.
El pasado alcanza a Hajime y le recuerda que el vacío en el que creció
nunca va a desaparecer.
Alejada de la grandilocuencia, la prosa sencilla,
coloquial, directa, empapa al lector de un tono familiar, que le habla al oído.
Sin embargo, la sobreexplicación, las reflexiones poco agudas y repetitivas, y
la lentitud de la trama hacen que esta novela sea sumamente predecible, poco
memorable e, incluso, artificial.
La reiteración de los pensamientos, la citación de
ciertos temas de jazz y las descripciones monótonas roban cierta organicidad a
la obra, y la dotan de decenas de páginas innecesarias. Personajes que nunca
cobran cuerpo, recorridos que no recrean sensaciones de tiempo ni de atmósfera –con
contadas excepciones– agregan otro tantas hojas de más.
Sin embargo, solo hace falta una sentada para terminar
este relato, que supera por poco las doscientas páginas. Es una lectura ligera,
entretenida. Su estructura es sencilla, casi canónica, del principio al final,
con pocos misterios y con recursos explícitos, lo que permite que el lector se
desplace con cierta facilidad del simple entretenimiento al genuino interés.
Esta obra, en
sí misma, se muestra como una hija única: está atiborrada de soledad, de
sonidos distantes, de la caída de la lluvia mientras suena un contrabajo. Tal
vez sea la reflexión sobre la inenarrabilidad de la soledad el elemento que
construya el interés principal del relato. Murakami logra relacionar los días
de la niñez con el resto de la vida; la soledad con el vacío; la
inseparabilidad del pasado y los juegos de la memoria. Pero, al lado de otras
obras que andan los mismos senderos, esta novela es tan solo un corto y poco estimulante paseo de
mediodía.
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