Sobre la novela Al sur de la frontera, al oeste del sol, del escritor Haruki Murakami

Por: Jose Gabriel Dávila


Las palabras Al sur de la frontera me sonaban enigmáticas. Cada vez que las oía, me preguntaba qué diablos debía de haber allí, al sur de la frontera.

Murakami, H., Al sur de la frontera, al oeste del sol, 2003, p.p. 21.

Al sur de la frontera, al oeste del sol, cuando compré el libro el enigma por el título crecía como una protuberancia dentro de mí, me preguntaba, ¿Qué diablos debía haber allí?, debajo del nombre de Haruki Murakami.

Al sur de la frontera,
al oeste del sol,

De por sí, el título es un haikú incompleto, que tarda 268 páginas en revelar ese último verso. Si bien, el final tiene más de cinco sílabas, podría compararse con un haiku de año nuevo, es el poema de un ciclo, las estaciones de un hombre que inicia en la primavera de la infancia, y termina en el invierno de la madurez, sin hojas, con el frío de la nieve encogiendo las raíces hasta la muerte. 

Tansaku, palabra del japonés, se refiere a una larga página en dónde se escriben haikus, y, según la costumbre, se puede llevar en la espalda, cómo un atuendo, sobresaliendo detrás del cuello para ofrecerlo. De la misma manera, llegó a mi este libro, revistiendo, como un abrigo inmenso, las vitrinas de las librerías que frecuento. A diferencia de Izumi, el verano de Hajime, su segundo amor, la novela atrae no por la belleza interior de alguien que ama secretamente los diluvios y lo terremotos, sino por apariencias externas, cuantificables e impersonales; por el ruido de un tsunami de marketing que ha puesto a Murakami en la corbata de las librerías alrededor del mundo. Su escritura goza, igual que Izumi, de algo que Murakami llama magnetismo, “una fuerza que te atrae y te absorbe, te guste o no te guste, quieras o no.” (2003, p.p. 54). La novela avanza con la velocidad de un tren hacia Tokio, con la electricidad de una occidentalización vertiginosa, aséptica, depurada con los rieles de temáticas grandilocuentes; la novela de Murakami es un tren que, ante cualquier lectura minuciosa, se descarrila hacia un esnobismo que puede ocasionar el accidente del lector, e incluso, su muerte por inanición de imágenes verdaderas. El paisaje que presenta, aparentemente japonés, es tan artificioso que da la sensación de estar, ya no en un asiento de primera clase, mirando por la ventana a un melancólico paisaje de lluvia, sino en el maletero del tren, a donde guardan los trastos usados de los tripulantes. La aparición de imágenes que hay es un reciclaje que no tiene el origen manantial de una escritura como la de Kawabata, sino, más bien, se trataría del final el río de la literatura japonesa, donde ya el agua ha sido suciamente contaminada, y apenas es potable para el lector desprevenido. 

Surgía una espiral y, de esa espiral, surgía otra distinta. Y la segunda espiral se entrelazaba con una tercera. Y esas espirales, vistas por supuesto con los ojos del presente, poseían una cualidad conceptual y abstracta. Lo que yo deseaba, más que nada en el mundo, era poder hablarle a Shimamoto de la existencia de esas espirales. Pero no era algo que pudiera contarse a otra persona con las palabras que yo usaba por entonces. Para expresarme con propiedad hubiera necesitado un lenguaje muy distinto, desconocido. Y ni siquiera sabía si lo que sentía era digno de ser expresado con palabras.

Murakami, H., Al sur de la frontera, al oeste del sol, 2003, p.p. 32.

Murakami, de la misma manera, surge como una espiral a la que se encadenan, una detrás de otra, otras espirales. Su novela, de alguna manera, logra la expresividad de esa sensación a la que Hajime no tiene más remedio que callar, pues, sus imágenes, aparentemente líricas, las situaciones y los personajes son como melodías, si bien bastantes simples, que se repiten como en una partitura, estructuras cerradas y circulares, que se repiten indiscretamente en otras de sus obras, como una fórmula mágica, como una tonada pegajosa que poco tiene que ver con el jazz, o con las canciones de Liszt de las que tanto habla.

Murakami es el mejor autor para un Propp, el peor para un Dostoievski o para un Chejov. Si bien hay motivos agradables que aparecen una y otra vez y son fácilmente identificables en un catálogo de posibilidades, no hay polifonía, no hay una voz auténtica, ninguna devoción al idilio con la naturaleza. Incluso da la sensación de que la novela habla en primera persona de ella cuando dice, “todo cuanto se reflejaba en mis pupilas carecía de contornos definidos y movimiento.” (2003, p.p. 17). Al menos por ahí podría atribuírsele la proeza de hacer meta literatura.

A Al sur de la frontera, al oeste del sol también podría atribuírsele la parodia inintencionada de Mishima y de Kawabata, pues bien, la biografía de Hajime es la infancia un hombre con un erotismo y una sensibilidad latente, que es a penas patética comparada a la de Kochan, el protagonista de Confesiones de una máscara; de alguna manera Murakami es la promesa cumplida del acontecimiento que suicidó a Mishima, la degradación de los valores a la nimiedad, al vació por ausencia. De la mitad para adelante, Al sur de la frontera se torna en una versión de Lo bello y lo triste, la añoranza de una mujer de infancia, desterrada por el tránsito del tiempo, pero circundada claro, por la música en vinilos, la lluvia, los cigarrillos y otra serie de tratamientos aparentemente hondos, pero superados con gracias por la simplicidad de una escritura como la de Kawabata, la fuerza poética del sonido de una campana sobrepasa al piano trio de jazz que toca en el bar de Hajime en su encuentro con la mujer de su infancia.

Pues es lo mismo. Este mundo es igual. Si llueve, las plantas florecen; si no llueve, se secan. Los insectos son devorados por las lagartijas; y las lagartijas, por los pájaros. Pero, en definitiva, todos acaban muriendo. Y, después de muertos, se secan. Cuando una generación muere, la sucede la siguiente. Es así. Hay muchas maneras de vivir. Hay muchas maneras de morir. Pero eso no tiene ninguna importancia. Al final, solo queda el desierto. El desierto es lo único que vive de verdad.

Murakami, H., Al sur de la frontera, al oeste del sol, 2003, p.p. 117.

El desierto, como una norma estética de la novela, dice algo del ayuno de variaciones que hay en ella, y de la gula de reiteraciones y filisteísmos que sobran; la esterilidad como una forma, excesos de arena, granos idénticos, repetidos incontablemente en una duna, que, si bien es hermosa, se desmorona fácilmente entre las manos. Tampoco hay espinas, no hay cactus que duelan, solo esa confortable playa anaranjada de la arena, y las aves de rapiña comiendo de la carne usada, de la carne descompuesta.

Tal vez sea porque no me gusta que me defrauden. Cuando leo un libro malo, tengo la sensación de haber malgastado el tiempo. Y eso me decepciona. Antes no me sucedía. Disponía de mucho tiempo y, aunque pensara: ¡Vaya tontería acabo de leer!, siempre tenía la impresión de que algo habría sacado de allí. Dentro de lo que cabía, claro. Pero ahora no. Solo pienso que he perdido el tiempo. Quizá tenga que ver con hacerse viejo.

Murakami, H., Al sur de la frontera, al oeste del sol, 2003, p.p. 131.

Tal vez, en mi lectura, tuve la sensación de que me estoy volviendo viejo.




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MURAKAMI, H., Al sur de la frontera, al oeste de sol, traducción de Lourdes Porta, 2003; Barcelona, Tusquets editores.

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