Sobre la novela El cielo es azul, la tierra es blanca, de la escritora Hiromi Kawakami

Por: Jose Gabriel Dávila

Harakiri
leo y leo este libro

no sé si lo estoy leyendo
o me le estoy enterrando


Bertoni, C., Dicho sea de paso, 2006, p.p. 49.


—¿Sabes qué es el karma, Tsukiko? —me preguntó.

—¿Una especie de destino que te une a otra persona? —aventuré, tras reflexionar detenidamente.

El maestro sacudió la cabeza con expresión de disgusto.


Kawakami, H., El cielo es azul, la tierra es blanca, 2001, p.p. 249.


El karma es una posesión, en dos sentidos. Lo poseemos y ordenamos nuestra siguiente vida, o nos posee y nos determina. Imaginemos un par de átomos en un mismo coágulo de materia, justo en el momento del Big Bang, juntos, constituyéndose mutuamente, pero que, durante la explosión vivificadora del mundo, se separan y toman cada uno un rumbo en la velocidad indistinta del vacío. De ahí en adelante cada átomo tomará un curso diferente, pasará por distintas voluntades, distintas representaciones de sí, e irá acumulando karma como una posibilidad corporal de existir, cada vez, más cerca de su objetivo: El encuentro, de nuevo. Un átomo enamorado quiere volver al enlace inicial, anterior a la creación del mundo. El átomo vive de tal manera que pueda reencarnar en una estudiante, y un día, en una taberna, reencontrarse con su profesor de japonés de la escuela, que lleva, en medio de lo fortuito, ese átomo al que estuvo unido, desde el principio. El amor brilla como el nirvana para Tsukiko, la protagonista de El cielo es azul, la tierra es blanca, la novela de Hiromi Kawakami, bióloga y jardinera de palabras.


—¿Qué árboles son los del jardín? —inquirí.
—Son cerezos —me respondió.
—¿Sólo tiene cerezos?
—Sí. A mi mujer le gustaban.
—En primavera deben de ser preciosos.
—Se llenan de bichos. En otoño la hojarasca cubre todo el jardín, y en invierno están tristes y marchitos.

Kawakami, H., El cielo es azul, la tierra es blanca, 2001, p.p. 45.

Kawabata había dicho, cuando visitó en kimono por primera vez Estocolmo, que una de las características distintivas del arte japonés se puede resumir en una simple frase poética: «La época de la nieve, de la luna, de los cerezos en flor: entonces, más que nunca, pensamos en quienes amamos». Al contemplar la belleza de la nieve, de la luna llena, de los cerezos, es decir, cuando realmente despertamos ante las bellezas de las cuatro estaciones y entramos en contacto con ellas, cuando sentimos la felicidad de habernos encontrado con la belleza, es cuando más pensamos en quienes amamos y deseamos compartir con ellos esa felicidad. Los cerezos del Maestro, como se refiere al profesor, son una belleza llena de insectos, lo que es bello, igualmente sufre, para Kawakami la belleza es frágil y la base, el fundamento de todo radica en un realidad etérea y evanescente, absolutamente incontrolable, que son los sentimientos. La novela es un álbum amatorio de imágenes, diminutas postales, que detrás llevan escritas un mensaje en caligrafía escolar, diciéndonos que la soledad es una estación inevitable, y que el amor reboza siempre hasta en el suelo blanco de la nieve.

El cielo es azul,
la tierra es blanca.

Haikú incompleto, la novela redondea la poesía desde la precisión de lo mínimo. Es una elegía de la ausencia. Hace falta ese verso de siete sílabas para una sensación de completud, pues, su futilidad y su ayuno de adjetivos nos deja irrealizados, anhelando esa concreción de la belleza de la que no nos damos cuenta, ya está puesta sobre la mesa.

Es un haikú con siete sílabas en blanco, diciéndonos, en silencio, que hace frío y que el alma se encoge con la respiración de un diálogo.

Lo mínimo desata, con la precisión de la palabra, la totalidad que lo comprende. Cuando Kawakami escribe un vaso de sake sobre la mesa del comedor, la oración cobra la sensación de las cuatro patas, imaginamos la silla, un suelo, un departamento, una calle de una capital de un imperio, en un globo que gira vertiginosamente.  El amor es un cerezo, y Kawakami usa la flor para hablarnos de las raíces del árbol. Su escritura es una jardinería de la representación, Kawakami es una jardinera de bonsáis, retoños de palabra que florecen en sus manos.

–No son más que piedras, ¿no? –comentó Keiko, con la expresión radiante y juvenil de siempre–. Por la forma en que las miras, juraría que ves una especie de belleza potente y añeja que irradia de ellas. Pero una piedra es una piedra... Recuerdo el ensayo de un poeta haiku, según el cual, si se observa el mar día tras día y luego se contempla un jardín rocoso de Kioto, se comprenderá el significado real de estos jardines.
–¿El mar en un jardín de piedras? Por supuesto, si uno piensa en el océano o en los grandes peñascos y acantilados, un arreglo de piedras en un jardín no pasa de ser la obra de un hombre.
            Kawabata, Y., Lo bello y lo triste, 2009, p.p. 171.

La novela de Kawakami da la sensación de contemplar un jardín rocoso. El jardín japonés simboliza la vastedad de la naturaleza, y del corazón. Mientras el jardín occidental tiende a ser simétrico, el jardín japonés es asimétrico, porque lo asimétrico tiene mayor fuerza para simbolizar lo múltiple y lo vasto. Esta asimetría, desde luego, se apoya en el equilibrio impuesto por la delicada sensibilidad del hombre japonés. Sus imágenes son tan auténticas que parecen haber estado ahí, inmóviles, desde el comienzo de la tierra, como piedras, esforzadas por su belleza, dan cuenta que han sido ordenadas por un jardinero que ha sabido representar la dureza del agua, el abismo del mar, sus peñascos imposibles de sobrevivir, que son, en últimas, una sensación de lo sublime. Lo bello es una tranquila contemplación, un acto reposado, mientras que la experiencia de lo sublime agita y mueve el espíritu, causa un temor embriagante, como un vaso de sake en medio del invierno. El mismísimo Kant asegura que es imposible encontrar lo sublime entre las obras de arte, pero, Kawakami, como jardinera, escribe un bonsái de la naturaleza, el bonsái de una tormenta, y de una avalancha de nieve blanca. Lo sublime se insinúa, el jardín no es la naturaleza misma, pero cuando se mira, da la sensación de recrear un profundo acantilado en el que es imposible morir. Esa es la sensación inasible de leer a Kawakami.
El maestro sonrió complacido y me explicó que él se limitaba a recopilar cosas que siempre habían existido.
—Mi problema es que soy incapaz de tirar nada —añadió, mientras volvía a entrar en la otra habitación. Regresó cargado de bolsas de plástico.
Kawakami, H., El cielo es azul, la tierra es blanca, 2001, p.p. 59.

De la misma manera que el jardinero de piedras recoge fragmentos que han existido por siempre y los coloca en un orden que les da sentido de nuevo, en Kawakami coleccionamos el lenguaje, palabras que parecen inamovibles, y las recopila, como el Maestro, acumulador de pequeños recuerdos que enlazan una vida de dolorosa soledad, pero de permanente belleza. Así está escrita El cielo es azul, la tierra es blanca.   

Era una sensación curiosa, como si me hubiera comprado un reloj nuevo y no quisiera quitar el plástico adherente que protegía el cristal
[…] Cuando coincidíamos en la taberna y nos tratábamos como perfectos desconocidos, me sentía como el reloj que ha perdido el plástico adherente.
Kawakami, H., El cielo es azul, la tierra es blanca, 2001, p.p. 299.

 Kawakami es el testimonio de un Japón increíblemente diferente, trasformado, supremamente lejano al Tokio de Kawabata, pero sin esa banalidad consoladora de Murakami. Las imágenes de Kawakami parecen haber migrado sin la interferencia del ruido del jazz, hay una esencia en su escritura que parece reencarnada, por alguna maniobra del karma, directamente de Matsuo Bashō y de Kawabata, pues, hay una armonía dolorosa, preciosa, Kawakami es un como un árbol tupido al que vuelan las mil grullas de Kawabata al atardecer de la literatura japonesa.

Eso sí, esta no es más la casa de las bellas durmientes, en donde los ancianos duermen con mujeres sedadas, en Hiromi Kawakami presenciamos una voluntad que empieza en la escritura y termina en la sensualidad, ¡las mujeres también tienen la vocación de la soledad!

El coche del tabernero era un turismo blanco. No tenía nada que ver con los modelos aerodinámicos que circulan por la ciudad hoy en día. Era un sencillo coche viejo y compacto de los que solían verse antes.
Kawakami, H., El cielo es azul, la tierra es blanca, 2001, p.p. 339.

Podemos hablar de la novela misma como del coche blanco del tabernero. La de Kawakami no es literatura aerodinámica, como los catálogos de autos BMW y Audi de los que habla Murakami, se trata de un viaje disminuido por la belleza del paisaje. Con la frescura de una primavera que no es una vejez ni una añoranza de una literatura del pasado, de la vieja tradición japonesa, se trata más bien un circulo de estaciones de la literatura japonesas, en donde Kawakami es una nueva primavera, sus flores son realmente esbeltas.

—Este termo me lo regaló un alumno. Es una antigualla fabricada en América, pero es de mucha calidad. El agua de ayer todavía se mantiene caliente.
Kawakami, H., El cielo es azul, la tierra es blanca, 2001, p.p. 102.

Ahora, la traducción de la editorial catalana Acantilado logra que el español sea ese recipiente metafórico del Maestro, en donde el lenguaje permanece como el agua caliente, así mismo, las imágenes permanecen fuertes, sin el enfriamiento de la traducción, conservada, sin la contaminación aparente de una lengua radicalmente extranjera. Casi, podemos leerla con la misma limpidez que leemos los poemas sagrados del sacerdote Dôgen:

En primavera, flores de cerezo;
en verano, el cuclillo.
En otoño, la luna, y en invierno,
la nieve fría y transparente.



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KAWAKAMI, H., Al cielo es azul, la tierra blanca, en la traducción de Marina Bornas Montaña, 2011; Barcelona, Acantilado.

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